UNA FÁBULA

Mucho ruido y poca furia

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Imaginen un niño caprichoso, pataleando mocos en ristre, rojo de la indignación, iracundo por la injusticia secular de este mundo que le condenó a no tener su caramelo. Justo al lado del crío, y quizá sólo porque se calle de una vez, el amigo del padre recomienda que le hagan caso, que acate la petición, que más vale paz subvencionada que un poco menos de gloria monetaria. El crío recibe su regalo y, apuesten lo que quieran, reclamará otro más con renovado sentimiento de persecución planetaria al día siguiente.

Cerca de allí, en otro parque plastificado en verde lima y encordados los columpios, otro niño solicita el caramelo tal y como le enseñaron los mayores: por favor. Pero nada, como no molesta, grita, gimotea y babea, al padre le sale más sencilla la negación. No. ¿Ni siquiera por las buenas notas que he sacado? Y el progenitor le mira con desprecio ante tamaña insistencia. Ya llegará tu hora, continúa estudiando, que es tu obligación. El amigo de este tutor, a todo esto, retoma la conversación futbolística. Pelotazo lo del Cádiz, compare. Pelotazo del grande.

El niño número uno aprendió todo lo anterior de su hermano mayor, que asumió que los caramelos no se ganan, son un derecho universal; y éste del padre. Descubrió que, al igual que sucedió con el trabajo como operario del cabeza de familia en la industria gaditana, el truco estaba en demostrar que su empleo era una obligación estatal y no personal. Lo que decía: un derecho ancestral de que le deben una paga.

Mientras tanto, el niño número dos estudia primaria, secundaria, universidad, másters, hace prácticas sin remunerar, cobra una miseria, sigue cobrando una miseria y pierde su trabajo. Se va al paro, de donde no le sacará ningún padre para darle caramelos porque papá nunca fue soldador.