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Kart, el kamikaze

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P robablemente nunca sabremos qué llevó a Karst T. a lanzarse con su coche, cual kamikaze japonés, contra el autobús descapotable en el que la familia real holandesa se daba un baño de multitudes en Apeldoorn. Ya ha muerto y no podrá contárnoslo. Quizá algún día aparezca un diario personal debajo de una losa de su cocina, o una grabación en una cinta guardada en una caja de zapatos de su habitación en la que explique todo.

Pero de momento sólo sabemos que tenía 38 años, que acababa de perder su trabajo en una empresa de seguros y que a punto estaba de perder también su casa. Probablemente embargada por el banco. Y que nunca jamás había tenido el más mínimo problema psíquico. Un tío normal. Miles de millones de Karst conocemos todos a nuestro alrededor.

En base a esta escasa información, cada cual es libre de sacar sus propias conclusiones, de especular cuanto quiera sin apenas datos. Y mi especulación personal es que a Karst se le fue la cabeza en un mal momento. Se le vino el mundo a los pies poco antes de que los máximos representantes de lo bello que es vivir, del icono de la perfección, pasearan en autobús su monárquica felicidad por delante de sus narices. Y Karst pensó «¿Cómooo?». «¿Y encima esto?». «Ahora mismo cojo mi Suzuki y me los llevo por delante». «A ellos, a los que simbolizan el sistema que nos rige, a los que no tendrán la culpa, pero viven como reyes, literalmente como reyes, sin sudar, sin aportar, sin sufrir, mientras yo me he partido el lomo estudiando y trabajando durante 38 años para ahora verme en la calle porque estamos en crisis. Porque los gobiernos nos han llevado a esto».

Y dicho y hecho. Cogió su coche y se lanzó a toda velocidad hacia su perdición y la de otras muchas personas a las que se llevó por delante. Obviamente, es algo injustificable. Una locura transitoria que ha conmocionado a Europa. Un intento de atentado cuyas consecuencias Karst no midió. Y además no calculó que en estas cosas normalmente los que van arriba del autobús salen indemnes. Y los que mueren son los que están con los pies en la tierra. Los que son como él, con los mismos padecimientos y problemas. Si a Karst le echan del trabajo una semana antes, probablemente nada de esto hubiese ocurrido. Su enorme cabreo y frustración los hubiese mitigado tomando unas copas con sus amigos en cualquier bar de Amsterdam. O insultando al árbitro en el próximo partido del Ajax. Pero ocurrió justo cuando la agenda de los reyes de Holanda marcaba día de restregar por las narices de sus súbditos su opulencia.

No contaban con Karst, aunque en el fondo les ha venido bien. Con este tipo de cosas, los poderosos siempre ganan puntos de cara al pueblo, que se solidariza con ellos. Mucho más que con las familias de los que han muerto atropellados. Esos personajes anónimos del cuento de los que nadie hablará en un futuro. Sólo nos acordaremos del intento fallido de atentado contra la familia real. No de las verdaderas víctimas.

Malos tiempos

Pero, con todo, Karst sí que nos deja una reflexión. Al menos a un servidor, que no tiene nada en contra de la monarquía. Más bien al contrario, me parece una institución que, en según qué casos, puede servir para unir, para simbolizarnos a todos dentro y fuera de nuestras fronteras. Y, además, nos entretiene chismorrear sobre sus bodas, sus nietos, sus separaciones...

En tiempos de bonanza, de normalidad económica, en tiempos en los que la principal preocupación de los ciudadanos es el cambio climático y no el miedo a quedarnos sin trabajo o la frustración por haberlo perdido, todos toleramos más ciertas cosas que pueden ser superfluas. Pero cuando la necesidad aprieta, y mucho, ya no nos parecen tan simpáticas determinadas cosas.

Por cierto, ¿qué opina usted, con la que está cayendo, de que a Iñaki Urdangarín le hayan dado un puestazo en Washington y se vaya para allá con toda su familia? Pues eso.