PERFIL

La muerte de la alegría

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Anoche murió la alegría de Cádiz, la tienda del Mataero, el caballo del Peste que hacía compás con los flamencos que viajaban a bordo del carruaje por los empedrados de la posguerra gaditana. Anoche murió el pescado de bragueta y las reuniones en las azoteas leyendo el España de Tánger, la posada del Mesón y el rancho en el cuartel de San Roque.

Anoche murió Juan Miguel Ramírez Sarabia, más conocido como Chano Lobato, el último eslabón con un Cádiz que ya no existe, aquel imaginario que lleva hacia el mundo surreal del Brillantina y del Beni, del Morcilla con su mejilla cruzada por un balazo, y de Ignacio Espeleta, el que inventó el tirititao por un olvido y que le puso el cohete, «porque yo era un niño que bailaba con mucho nervio».

Y es que Chano quiso ser bailaor y mataor de toros, pero sobre todo quiso ser un superviviente desde que su padre se mató en el camión del pescado, cuando él apenas contaba 13 años de edad y tuvo que buscarse pronto la vida en el muelle, en la fábrica de tabacos y en la rebujina nocturna de la calle Plocia, de la Parra La Bomba y aquella geografía que comenzaba con las juergas de un señorito y terminaba en las celdas de La Prevención. Su universidad del flamenco fueron aquellos tablaos con olor a zotal o la Venta La Palma, donde a Pericón le llamó ratero un chucho y en donde educó su voz y sobre todo su oído junto a Aurelio Sellés, alias El Tuerto, Servando Roa y Antonio El Herrero.

Nació en el número 27 del barrio de Santa María en Cádiz y murió en la sevillana calle del Ganso, en Heliópolis, pocos días antes de que salga El Nazareno, a quien cantó por primera vez una saeta. Del barrio de Jineto y de Clarita Baena, del torero Agualimpia que era un pincel y de los canasteros que venían a visitar a los presos, de ese entrañable laberinto que va desde la cuesta de la Jabonería al bar Pedrín de la calle Sopranis, le sacaron los colmaos de Madrid, Pepe Blanco y Alejandro Vega. Pero, luego, estuvo casi veinte años con Antonio El Bailarín y luego formó filas con Manuel Morao y El Serna, con Matilde Coral y su marido Rafael El Negro, con Carmen Amaya o con Manuela Vargas: «Siempre detrás de las batas de cola», se resignaba Chano en sus correrías por medio mundo, desde Estados Unidos a Japón, donde conoció a un cantaor que era su doble.

Fue un jornalero del cante hasta que en 1974 obtuvo el premio Enrique El Mellizo en el Concurso Nacional de Córdoba. Aquel galardón le cambiaría la vida: Antonio Murciano le abrió las puertas de un estudio discográfico y a partir de ahí tuvo mucho más que los diez minutos de fama que Andy Warhol otorgaba democráticamente a todos los seres humanos. Cantó con Compay Segundo y con Lucrecia, pero una noche, en un taxi y por equivocación, Ava Gardner le devolvió la bofetada que Glenn Ford le arreó a Rita Hayword, la de las tortas de Castilleja de la Cuesta.

Recreaba como nadie los tanguillos de Los Anticuarios, pero metía el tango Volver por bulerías, varias décadas antes de que lo hiciera Estrella Morente. Su reino era precisamente ese, el de la bulería gaditana que va meciéndose como el vaporcito de El Puerto, o el de las cantiñas. Último mohicano de los cantes de Cádiz, deja su herencia repartida como las partituras del cante en un puñado de gargantas más jóvenes, que le seguirán llamando tío a pesar de su ausencia.

Le apasionaban las noticias, y los programas de radio y de televisión. Jesús Vigorra logró colocarle tras los micrófonos de Canal Sur de nuevo junto a Matilde Coral, como una irrepetible pareja de la comunicación y de la memoria. En 2007, se le otorgó el premio Niña de los Peines, el mayor galardón de su género, «en reconocimiento a su talento, a su cante y a su generosidad, por seguir gozando de una voz prodigiosa y de un no menos prodigioso sentido del compás a sus 81 años».

En su persona, el jurado quiso reconocer no sólo a un artista sino a una época, la de aquel Cádiz mítico en donde no había payos ni gitanos, sino flamencos o no flamencos. Detrás de su eterna máscara de gracia, aguardaba un largo dolor secreto, el del hombre frágil pero rebelde, enfermo de diabetes; el del padre que perdió a un hijo músico en un accidente en Grecia; el del hijo cuya madre compraba cupones hasta hace nada y menos para quitarlo de trabajar y el de aquellos artistas que sufrieron en sus carnes la letra de un célebre martinete: «Desgraciao aquel que vive / y come pan de mano ajena / ¡Siempre mirando la cara / si la pone mala o buena!».

Me lo dijo una vez junto al Campo del Sur, a la vera del antiguo matadero donde El Mellizo estuvo a punto de convertirse en Van Gogh: «Ahí quiero también caer. Enfrente del barrio, cuando llegue mi hora». Estaba señalando al mar, pero quizá se refería a la güisquería de los callaos, de la que le libró la bailaora Rosario La Chana, su mujer, durante media vida. Le sobreviven ella y su hijo Chanito, que anoche velaban sus restos en el tanatorio de la SE-30 de Sevilla, en espera de que hoy su cuerpo sea incinerado. Pero en mayor o menor medida, mucha gente y de mucho mundo también sintió que había muerto uno de los nuestros.