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No pudo ser

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Angelines, que había sido profesora mía de inglés en el Columela, me llamó por teléfono para hacerme la propuesta, y accedí sin pensarlo. Al día siguiente fui con ella a casa de Fernando. Nadia nos abrió y nos condujo al salón. Él llegó después, en pijama, muy enfermo ya. Yo lo había visto en varias ocasiones, en charlas y conferencias, primero en el instituto, luego en la Facultad, también alguna tarde en el bar Terraza. Me regaló antes que nada el librito de La Legionaria: «Aunque igual lo tienes, porque este libro lo llevan ya hasta las mojarras».

Me explicó de una manera sencilla el trabajo. Quería terminar su última novela. Yo transcribiría en el ordenador todo lo que él me fuera dictando. Quedamos en vernos días después, recuerdo, a las seis y media de la tarde.

A las cinco aproximadamente me llamó Nadia, y me dijo que se iban para el hospital, porque Fernando no se encontraba bien. Suspendimos la que iba a ser nuestra primera sesión de trabajo. Una primera sesión que, sobra decirlo, nunca tuvo lugar.

El décimo aniversario de la muerte de Quiñones ha traído a mi cabeza el recuerdo agridulce de la tarde en que asomé mi nariz de veinticuatro años al santuario de aquella personalidad inmensa, brillante, aquella persona afable que me hablaba despacio desde su silla, genio y figura, aquél personaje cuyas correrías comenzaban a tener ya aliento legendario en los pasillos de la facultad.

Me quedé en las puertas, aspiré solo de lejos el olor de los grandes, de los monstruos. No pudo ser, señor Quiñones, no pudo ser. Y diez años después, el sentimiento de frustración que en aquella época inconsciente pasó casi de largo se reaviva con una fuerza mayor que entonces, dejándome un regusto raro, de impotencia. Qué lástima, señor Quiñones, no haber podido trabajar con usted.