Opinion

Inmigración común

La luz verde concedida por los ministros de Interior de la UE al Pacto Europeo de Inmigración que, a falta de su ratificación por los jefes de estado y de gobierno en la cumbre del mes de octubre, comprometerá en adelante a los Veintisiete supone el primer avance de envergadura en el objetivo largamente perseguido de forjar una política común europea en materia de inmigración. La ausencia de pautas compartidas que encauzasen la ordenación de los flujos migratorios bajo similares criterios sociales, jurídicos y económicos había suscitado en la Unión un clima de mutuos reproches entre sus miembros y acusaciones de permisividad o marginación dada la descompensación en el tratamiento del mismo fenómeno en unos y otros socios. Pero el espacio común europeo reflejaba, sobre todo, un comportamiento insolidario y unipolar de sus miembros que perjudicaba a los más expuestos a las migraciones, especialmente España, haciendo recaer sobre ellos la casi totalidad del esfuerzo de contención de los flujos ilegales y la vigilancia de fronteras que ya son comunes.

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El Pacto gestado a iniciativa de la presidencia francesa establece los pilares de una política compartida que ya en su primer nivel de aplicación garantizará a los inmigrantes legales un grado similar de derechos independientemente del país donde residan, incentivando paralelamente los objetivos de integración armónica. La renuncia de París a mencionar en el texto la referencia a un contrato de integración, a instancias de España, no debería implicar que el exigible respeto por el bagaje cultural y religioso de los llegados con otras tradiciones impida favorecer y fomentar su engarce con los valores fundamentales de libertad e igualdad que constituyen la razón de ser del espacio europeo.