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Publicidad solidaria

Hay noches en que la publicidad televisiva convierte el goce de una película en un irritante rosario de aplazamientos que destrozan cualquier atmósfera emocional o estética. Sin embargo, es sorprendente comprobar cuanta gente, sobre todo jóvenes, está enganchada o abducida por la publicidad. No sólo no les molesta su abusiva presencia, sino que hay quienes la prefieren a la programación ordinaria.

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En general, no se tiene clara conciencia de la importancia y el poder de la publicidad. Más allá de su impagable función de fomento del mercado, es la productora y difusora de una ideología que tiene al consumo como única y verdadera religión. Es tal su poder y osadía que incluso propone descaradamente modelos de referencia que predican valores contrarios a los que la socialización trata de inculcar a través de la familia o el sistema educativo. Sea reivindicando el hedonismo con argumentos como «¿por qué no te lo vas a permitir? ¿tú te lo mereces!», o alabando la «cultura del pelotazo»: si de verdad quieres cambiar de vida, olvídate del esfuerzo o el mérito y confía en el azar o la fama.

Ante la fuerte competencia entre anunciantes se recurre a técnicas sociológicas cualitativas para conocer los procesos volitivos inconscientes del consumidor y a la creatividad publicitaria más agresiva o exquisita. La publicidad intenta todo tipo de estrategias y cuando consigue algún hallazgo lo explota sin piedad, imitándose a sí misma ante la falta de contenidos reales que anunciar (diferentes cualidades de los productos). Ángel de Lucas, una de las voces más prestigiosas y honestas de la Sociología del Consumo afirma que el mercado ha afinado sus técnicas y ha sabido combinar sus leyes con aspectos místicos y espirituales del imaginario colectivo, que así pierden progresivamente su valor.

Las grandes corporaciones recurren cada vez más a la estrategia, siempre ganadora, de la asociación de la marca con los valores. Eso nunca falla: palabras que trasmiten sentimientos y valores socialmente estimados que la publicidad consigue asociar a un producto. El resultado es una palabrería vacía que erosiona el lenguaje y los valores éticos o morales que designa.

De esta forma, la ecología y los valores han entrado en el mercado publicitario como estrategias de reclamo y fidelización del consumidor a una marca, avaladas por estudios de opinión que muestran al consumidor dispuesto a pagar más por un producto «verde» o «solidario». Mientras hablan de responsabilidad social corporativa y empresas solidarias, algunas empresas explotan sin piedad los recursos naturales del planeta y los trabajadores de terceros países sin derechos sociales ni libertad. Raramente su solidaridad es algo más que una estrategia de marketing.

Ante el riesgo de que el consumidor despierte frente a tantos desmadres y propuestas contradictorias, ha surgido una plataforma que apela al autocontrol de las empresas anunciantes. Un artilugio publicitario más, legitimador en última instancia de su autonomía de la política. La auténtica batalla ideológica de la sociedad moderna se libra en el terreno de los valores y nadie parece tomarse en serio que la cultura de la publicidad, la nueva panem et circensis inculca subrepticiamente una mentalidad reaccionaria, egocéntrica y cínica. Aunque los beneficios de la «publicidad solidaria» no sean más que las migajas de un marketing descreído, bienvenidos sean, en la medida en que permiten premiar conductas menos insolidarias o escandalosas que las habituales, aumentando el escaso control de los consumidores sobre el mercado.