Opinion

Complejos nacionalistas

Algún día, después de más de treinta años de admirable aventura democrática, tendremos que racionalizar el porqué absurdo del prestigio persistente del nacionalismo, ese «narcisismo colectivo», en palabras de Eric Fromm, que tanto ha contaminado nuestra convivencia y que, en principio, no debió haber sido más que la reacción pasajera tras una larga etapa autoritaria que impuso una artificial homogeneidad que exacerbó a todos. En realidad, la fiebre nacionalista de la periferia, respondida con escaso acierto por un castizo, inofensivo y cutre nacionalismo españolista, ha sido nuestro único problema de importancia en estos años, que ha incluido el más trágico de nuestros atrasos: la existencia de ETA.

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Viene esto a cuento no tanto de los disparates circenses de Ibarretxe y de su comparsa nacionalista, a los que ya estamos acostumbrados, cuanto a las estridencias últimas de un personaje originalmente discreto como José Montilla, empeñado en repudiar su ascendiente charnego y decidido a demostrar mediante una tragicómica beligerancia su condición sobrevenida de nacionalista de pro.

La historia es conocida: en la exacerbación de la segunda legislatura de Aznar, en la que éste engendró una grave tensión centro-periferia, Maragall arrastró al socialismo a una aventura que trascendió con mucho del simple catalanismo enunciativo para adentrarse en el campo insólito del nacionalismo pretendidamente progresista. Fruto de aquello fue el proceso de redacción de un descabellado estatuto que tuvo que ser tamizado in extremis por Zapatero y Mas en memorable pacto. El furor ideológico de Maragall, que lesionó sin duda al PSOE y generó diferencias insalvables entre el político catalán y Zapatero, causó su caída política y el ascenso de su eterno segundo hombre, Montilla, quien por su extracción había sido capaz de cristalizar la adhesión de las clases trabajadoras catalanas, en buena parte inmigrantes, en torno al PSC.

El andaluz Montilla, sin duda bien aclimatado a Cataluña pero mirado inevitablemente de soslayo por los nacionalistas que exhiben su pureza de sangre, ha creído preciso hacerse perdonar su origen y su mal catalán, y ha optado por hacer méritos: más nacionalista que sus socios de Esquerra Republicana, está presionando al Gobierno hasta más allá de lo razonable en unos momentos en que las exigencias catalanas tropiezan ahora con el obstáculo sobrecogedor de la crisis económica. La actitud de Montilla es tan histriónica como francamente preocupante para la estabilidad de los equilibrios internos de este país.

Cuando muchos pensamos que ya es hora de defender el Estado nacional heterogéneo, la pasión reivindicativa del socialista Montilla, quien confunde federalismo con confederalismo, reaviva un disenso que ya parecía mitigado con el eclipse de Maragall.

Con la desesperación propia de la impotencia republicana en la primera mitad del pasado siglo, decía Unamuno del regionalismo de entonces: «Que pida lo que quiera, y mejor que pedir que lo arrebate si puede; pero que no nos envenene, por Dios, la historia, la etnografía y la lingüística». nfortunadamente, la expansión unamuniana sigue teniendo hoy plena actualidad.