Jerez

A Cádiz por alegría

Tengo novia en Cortadura

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y vivo yo en la Caleta,

y yo no tengo vespino,

ni coche ni bicicleta;

y cuando salgo del curro,

ya ha salido el autobús.

A ver si comprendes tú

Que luego no tenga ganas.

No te creas que no estás buena,

ni te pongas como una fiera,

Que toa la culpa es del que hizo Cai,

El que hizo cai de esta manera»



Como yo me conozco el percal desde niño y tengo además familia junto a Puertatierra, me ahorro siempre la mitad de la copla. Que después tenga ganas o no eso ya es -y nunca mejor dicho- otro cantar.

Si tiramos para la Victoria no faltan alicientes, como ir al gitano rubio de gañote o con la visa de la empresa. Yo les aconsejo que vayan de paseo junto al mar hasta llegar al idem Marítimo, y allí descansar en la terraza de El cojo o en la de uno de los muchos bares que lo jalonan. Si se les hizo de noche pueden dar un salto a la calle Muñoz Arenillas que hace años estaba bastante ambientada.

Ayer por mi parte preferí, como casi siempre, tirar para Puertatierra y atravesando el Populo adentrarme en la ciudad vieja; a empaparme de ella disfrutando de un largo paseo sin desperdicio, una caminata distinta por tantas veces repetida, nueva de puro antigua. Como decía atravesamos el Populo callejeando a la buena de Dios, curioseando escaparates de viejos comercios como el diminuto escaparate del obrador de La Gloria, una pastelería con cuyo solo nombre se me vuelve la memoria bizcotela y dulce de Merengue. Así llegamos a San Juan de Dios, dejamos atrás el ayuntamiento y nos dirigimos a la plaza de las Flores, donde nos sorprendió una estupenda exposición al aire libre de paisajes marinos.

Y de allí siempre brujuleando, llegamos los andarines -mi primo Eyerbe, su mujer y yo- al Castillo de Santa Catalina, excusa innecesaria de este gozo vespertino. En una de las salas del Castillo nos esperaba la mejor exposición que este cronista ha visto en años: 138 fotografías del Mejor Cartier-Bresson, desoladoras imágenes de la España de preguerra, retratos de Giacometti, Capote o Faulkner, parejas arrullándose en la ribera del Sena o el Marne. Pura poesía dictada por la ternura en ocasiones, por el deslumbramiento en otras, y siempre por la ausencia de protagonismo del artista.

Una vez que salimos del Castillo iniciamos un errático recorrido de vuelta, empezando por la amable salinidad del parque Genovés, antaño único pulmón de la ciudad. Con la tarde ya casi cumplida volvemos a entrar desde la Alameda Apodaca en un Cádiz que ha sido tomado al asalto por sus vecinos. Por el Callejón del Tinte, en la placita del Hotel París, por San Francisco y en San Antonio, familias enteras de gaditanos avasallan las terrazas y las calles, las plazas y los parques; inundan de bullicio y alegría el aire cansado y casi anochecido.

Eso que me llevo para el viaje de vuelta en el último tren del día, recorrido que aprovecho para escribir a vuela pluma unos versos agradecidos con los que un viernes mas voy a rematar esta columna desde mi velador de el bar Shema.

«Cádiz de los baluartes,

Castillo y muralla vieja,

Desnuda de sal y arena,

Capricho de navegantes.

Asombro de fanfarrones;

Tirabuzones de espuma

Peina Cádiz con la bruma

Y el ruido de los cañones»



(Entre Cádiz y Jerez, y con más calor que jugando al paddle debajo de un Puito).