MAR DE LEVA

A pie de playa

Será que soy un romántico, qué se le va a hacer. O que echo de menos aquellos paseítos de ida hasta el castillo (de Cortadura, se entiende) y el regreso medio derrengados (y estoy hablando de cuando era niño y no me sobraban ni años ni un par de kilos) por debajo de los soportales, donde cada equis metros te podías parar a tomarte un refresco y unas patatas. Claro que la cosa derivó en restaurantes improvisados y al final todos acabábamos regresando otra vez por la orilla, como hacemos ahora, porque el olor a fritanga y a sardinas recalentadas daba un poco de grima.

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Pero soy un romántico, qué se le va a hacer, y me sigue fastidiando un tanto esa imagen de condenados a galeras y sobreexplotación casi tercermundista que veo a diario por la playa. Me refiero a los vendedores de patatas y refrescos, esos que no sé de dónde sacan fuerzas para recorrerse de una punta a otra la playa, tantas veces, todos los días, quién sabe para sacar qué poco dinero. Con la gente que hay cuando la marea está llena, con lo molesto que es caminar ora por la arena mojada, ora por la arena seca. Esquivando niños, piercings, tatús, tangas y monokinis, palazos, pelotas, tablas de surf chinos (de los de piedra), policías montados en motos de triple ancho, restos de bocatas y lanchas motoras que entran y salen del agua como si estuvieran rodando un capítulo de Corrupción en Miami, cuidando de no pisar los residuos de látex de las noches de amor loco y, a partir de dentro de dos semanas, los restos de la polémica barbacoil de todos los años.

Y los veo ahí, vestidos de blanco, hombres y mujeres por igual, anunciando la mercancía y arrastrando los canastos y los carros con un algo de coolie de Hong Kong o de Shangai, y me sorprende su infinita paciencia, y también lo muchísimos que son, y las muchas veces que pasan de un lado a otro, y el leve tinte de desdén con que los trata la gente. Y me pregunto si no sería más lógico levantar, no sé, en la playa, pese a tantas protestas, dos o tres o cuatro chiringuitos de esos de quita y pon, de plástico, como los puestos de helado, y dejar que esos hombres y esas mujeres los administraran entre varios cada verano, dependiendo del ayuntamiento siempre, y no tuvieran que pegarse ese tute inhumano todos los días, de arriba a abajo, de una punta a la otra, anunciando refrescos que nadie quiere (porque somos así y queremos tal o cual marca y protestamos porque la cerveza no está todo lo fría que quisiéramos, o no es sin alcohol, o la cocacola no es zero; observen ustedes a su alrededor y comprobarán que no exagero).

Y no es por la imagen, sino porque soy un romántico, ya les digo. Y porque me chincha un poquito que el bienestar de la inmensa mayoría pase por el trabajo casi despreciado y desprendido de esta gente que se desloma literalmente todos los veranos, todos los días, anunciando refrescos y patatas fritas, una profesión condenada porque quien no quiere comprarles la mercancía no tiene más que cruzar el paseo marítimo y picotear del ultramarinos o el supermercado de la esquina, si no se lleva directamente de casa las patatas o los refrescos.

Luego vendrán las polémicas, lo sé. Que si la ecología. Que si la protección del entorno. Que si tonterías de lo políticamente correcto o lo implícitamente comercial. Pero una de las cosas buenas que tiene el progreso es, cuando está bien hecho, su simplicidad, su comodidad. Para todos.

Insisto: ¿en qué afectaría a la playa una docena de puestos fijos de patatas y refrescos, sin cocina, sólo durante las horas de sol, que pudiera hacer menos daño que las barbacoas, las fritangas de antaño, las colillas en la arena, los pases de cine de verano o los conciertos gratuitos?