LA CONTRACRÓNICA

No es lo mismo

Ya lo decía Alejandro Sanz, no es lo mismo arte que hartar, y si después de cuatro años no se han dado cuenta es que Cádiz está mucho peor de lo que imaginábamos. El carrusel de coros de verano, que nació ya con una fecha de caducidad puesta encima como los yogures, se ha consolidado como una de las apuestas más absurdas del verano.

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Una cosa es vender el Carnaval o una parte del Carnaval, porque no sólo del COAC vive el hombre, y otra muy distinta pretender que en pleno mes de agosto se repita un domingo de coros o que la calle Ancha se parezca a la de la Palma en un viernes de carrusel. No es lo mismo. A ningún miarma se le ocurre montar un émulo de la feria de Sevilla en pleno mes de agosto para que los turistas puedan conocer el ambiente del ferial -el que quiera peces que se moje el culo- y el que quiera hacer el camino al Rocío que se pida las vacaciones en mayo.

Andamos todos de acuerdo en que estando como estamos en una ciudad abocada al servicio, al turismo, necesitamos realizar una apuesta fuerte para que el turista conozca y reconozca nuestras fiestas. Estamos todos de acuerdo, repito. Para eso están los festivales carnavalescos que se celebran a lo ancho y largo del verano, Me río de Janeiro, Cádiz es arte, la Semana Cultural de la Viña, la de Artecar , la apuesta municipal de los Martes de Carnaval que, aunque tarde y precipitada, se intuye una de las apuestas más sensatas del panorama turístico En fin, que quien quiera Carnaval, lo encuentra en verano, que la oferta es amplia (por cierto, también lo es para el que quiera Semana Santa, porque ojo al fin de semana del puente que puede ser de vértigo).

Pero apuestas como la del sábado, en la que no creen ni los propios participantes, y como participantes entiendo coristas, hosteleros de la zona y gente como usted y como yo que, en definitiva conformamos el escenario para que las bateas se pasearan por donde a diario corren sus niños, demuestran que podemos ser más mamarracheros de lo que somos habitualmente. Y de eso se trata, de que apliquemos ese concepto de dignidad que tanto gusta a nuestras instituciones culturales cuando no saben salir de los berenjenales en los que se meten.

En un análisis de esta cuarta edición del carrusel de coros -que cada vez me recuerda más a la magna mariana, no sé por qué- hay que sentarse y debatir eso que ahora está tan de moda, que sale en todos los diagnósticos y que sirve para rellenar informes administrativos, FORTALEZAS y DEBILIDADES, que es la forma políticamente correcta de decir «mira todos los fallos que te he cogido».

Para empezar, la plaza de Mina presentaba un aspecto lamentable, quizá más sucio que otros días, o será que al no estar la terraza del Mina Five -que por cierto, cerró sus puertas como otros muchos bares de la zona- evidenciaba más la suciedad que alberga la plaza, sobre todo a la altura del Museo.

Eso, unido al insoportable olor que desprenden los árboles o los pájaros o lo que quiera que sea, tiraba para atrás al más pintado (por cierto, las tortas de alquitrán que salvaban los escalones en esta esquina y en San Francisco daban una imagen pelín tercermundista).

En fin, que a las nueve y media no había ni un coro subido en su batea y eso está muy bien para el febrero, cuando a las dos y media -que es la hora a la que empiezan los carruseles- está usted abriendo el ojo, pero no podemos olvidar que esto se hace para el que viene de fuera, que andaba dando vueltas -literalmente- por la plaza Mina sin saber muy bien qué hacer. Tampoco lo sabían los paisanos, los habituales de la plaza, que sorprendidos por la invasión de tractores preguntaban a los turistas «¿Y esto pa qué es?»

Un poco antes de la diez, y mientras Teófila soportaba estoicamente a una señora que la increpaba, arrancaron los primeros tangos de unos coros que a pesar de no ser los mejores ni los más premiados estaban mejor de voces que en febrero. Se echaban en falta algunos coros, el que más el de Nandi, que sí arrastra legiones de seguidores.

Poquísima gente, para qué vamos a engañarnos. Sobre todo en el recorrido absurdo San José-Ancha-Palillero donde sólo la terraza del Chamara tenía un lleno absoluto de clientes tomando café (así cualquiera se anima con un tango). No sé si alguien pensó que en ese recorrido no hay bares -salvo el Liba y los Italianos, que son fieles a su clientela y a sus costumbres- y que agosto no es febrero y que no estaban las ilegales en el Oratorio y que no había ni dónde tomarse un vaso de agua en una calle vacía y aburrida.

A las once, San Francisco no estaba mejor. Había más ambiente en el claustro del convento donde se celebraba la fiesta de despedida de los niños bielorrusos que en la propia plaza donde, a las once y media -antes de que apareciera ningún coro- cerraba la terraza del Hotel Francia y París -visión de negocio, se llama- y el Orion hacía más caja con las ensaladas que se tomaban las guiris que con los aficionados al carnaval.

Los coros a medio gas, los tipos en versión veraniega -había algunos que ni se reconocían-, salvo el coro del Valdés que tuvo el mérito de sacar hasta los espumilones a la calle, algunas bateas medio vacías y repertorios del año de la polka, el coro de la Viña rescatando tangos de Tacatá (1988) o el de Julio Pardo (el que más resentido en voces estaba) cantando Gaditana, que ya saben ustedes de qué año es. En fin.

Debilidades, todas las que quieran como ven. Si esto fuera la primaria, sería un «Necesita mejorar», mejorar la ubicación, mejorar los servicios hosteleros, mejorar los repertorios

Fortalezas, sólo una. Y para la gente de aquí. Porque si algo tiene un carrusel de coros en agosto, es lo que dice Carmelo en su blog: «Lo que tiene escuchá el carnavá en verano y sobrio es que va castando cosa que no castaste en febrero». No es lo mismo.