Opinion

Un plan de ahorro

En democracia, la política no sólo se reduce a una técnica, a un ejercicio de eficacia: como sublimación que es de un conjunto de valores y principios, requiere una determinada estética, una cierta finura intelectual, por lo demás poco frecuente en nuestros parajes un tanto rurales y excéntricos con respecto a la gran política europea. Viene esto a cuenta, es obvio, del impudor de que hace gala quien, en plena crisis económica y a la hora de presentar un plan de ahorro energético, se atreve a incluir como una de las medidas estrella la de regalar una vez al año, durante dos, una bombilla de bajo consumo a quien tenga un contrato doméstico de suministro eléctrico.

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El listado de las 31 actuaciones que forman el Plan de Ahorro y Eficiencia Energética 2008-2011 que, si el buen sentido no lo remedia, aprobará mañana el Consejo de Ministros es tan manifiestamente improvisado, tan desigual en sus designios, tan cuajado de puerilidad que, en sí mismo, es un retrato descalificante de su autor. Por supuesto que hay que mejorar la eficiencia energética de un país como el nuestro en el que, al contrario de lo que parece lógico, cada vez consumimos más energía para producir una unidad de PIB. Y por supuesto, también, que hay que renovar el parque móvil y desarrollar los automóviles híbridos... Pero estos objetivos de altos vuelos no pueden incluirse en una lista heterogénea en la que, entre otras ocurrencias, se quiere rebajar la iluminación vial, se pretende reducir la velocidad en los accesos a las grandes ciudades o se utiliza el señuelo de las bombillas regaladas para producir un cambio lógico que debe suscitarse mediante la prohibición de seguir fabricando o importando bombillas de alto consumo.

Pero no sólo el plan, que cuenta con una financiación ridícula que de ningún modo permitirá ahorrar los más de 4.000 millones de euros calculados, es un totum revolutum poco decoroso. Además, una propuesta de esta naturaleza sólo tiene sentido después de haber fijado una planificación energética estatal indicativa a medio y largo plazo. Y, por añadidura, el planteamiento general de la llamada a la austeridad está equivocado.

Con respecto a lo primero, a la falta de planificación y método, es claro que el primer afán de Miguel Sebastián debería consistir en asegurar la oferta energética que satisfaga la demanda presente y futura, así como en rebajar la gran dependencia energética.

Los expertos creen que las energías renovables tan sólo podrán proporcionar en el mejor de los casos no más del 30% de la oferta, por lo que parece inevitable abrir cuanto antes del debate nuclear.

Cuando todo esto esté en marcha, será quizá momento de predicar austeridad a los ciudadanos con el fin de ajustar el chocolate del loro del consumo. Pero hasta entonces, quienes estamos a merced de la impertinencia oficial tenemos derecho a reclamar al célebre descorbatado que anteponga las grandes políticas a estos afanes intervencionistas y menudos que quizá revelen indirectamente un malsano afán de protagonismo.

Con respecto a lo segundo, al planteamiento público de la austeridad, es altamente demagógico afirmar que «cada vez que levantamos el pie del acelerador mejora la renta nacional» o que «cada vez que cogemos el metro o reducimos el aire acondicionado hacemos algo por nuestro país». Y si no hubiera demagogia, peor, porque entonces se demostraría estulticia.

Ya sabemos que a la política no van necesariamente los mejores y que, junto a personalidades brillantes, logran abrirse paso medianías audaces que ni siquiera saben ocultar su incompetencia.