LOS PELIGROS

Incomodar al turismo

En esa misma semana en que diversos cruceros turísticos han copado los muelles de Cádiz, vimos como en uno de esos grupos que visitaba la ciudad se hacía ese gesto tan internacional de taparse la nariz, entre bromas, al dejar la plaza del monumento a las Cortes y adentrarse en el callejeo del casco antiguo. Es probable que ese recuerdo de Cádiz, el de la ciudad que huele, sea el que les quede, y lo que cuenten, al regresar a sus países. Así como se baldea todos los días el Paseo Marítimo, no se soluciona la pestilencia permanente a orín y basura del casco histórico, el principal activo turístico de la ciudad, muy por encima de la playa, y el que no depende ni de la estación del año ni del viento.

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Ni siquiera la rutinaria recogida de basuras se hace bien. Así, no se explica cómo puede coincidir el paso del camión de basura por las calles de un barrio con vocación turística como la Viña a la misma hora en que siguen abiertas las terrazas de bares y restaurantes que allí se instalan. Vimos como este viernes, poco antes de la una de la madrugada, el camión se detenía, para vaciar los contenedores, justo enfrente de media docena de mesas donde sus correspondientes grupos seguían cenando. Desde luego, plácidamente, no. A las protestas, oídos sordos. O los responsables de la recogida desconocen las costumbres horarias del turismo, o les traen al fresco. En ambos casos, hay que reconocerles su contribución a propagar una imagen literalmente asquerosa de la ciudad. Como si no bastara el maltrato que siguen dando algunos de esos dueños o trabajadores que han llegado a la hostelería de tan mala gana que tienen que dejárselo claro a todo el que caiga en sus manos.

Me cuentan cómo un numeroso grupo de profesores extranjeros quiso organizar una comida y cómo el restaurador recibió con gran fastidio el hecho de que hubiera una comensal vegetariana, lo que le rompía la organización de todo, según dijo. El día de la comida, cuando todavía estaban sentándose la mayoría, llegó el camarero preguntando de mala gana que dónde estaba «la de la ensalada». Naturalmente comió sola, porque el resto de platos no se les sirvió a los demás hasta que no terminó aquella problemática. Quien piense que cuento una menudencia tendría que escuchar lo que ahora mismo dicen de esto todos ellos.

Hay más extranjeros que también tienen sus quejas. Los distintos grupos que vienen llegando para aprender nuestro idioma y cultura, han recibido de primera mano municipal una buena dosis de cultura local. Interesados en utilizar, mientras estuvieran aquí, el nuevo (y concienzudamente chapucero) Pabellón de Deportes de Intramuros, solicitaron pagar ese servicio. Imposible. Se les exige que se abran una cuenta corriente en un banco español para pagar desde allí. No se admite ni efectivo ni tarjetas. ¿Alguien cree razonable que un turista tenga que ir abriéndose cuentas por el mundo para usar los servicios que necesite? Se me dirá, se lo dirán a ellos, que esas instalaciones son sólo para los gaditanos. Pero esta actitud, tan incompatible con una ciudad que, ahora mismo, tiene en el turismo su principal industria, lleva al cierre.

Si descuidamos el turismo cultural que quiere conocer la casi intacta ciudad monumental del siglo XVIII pero sin que huela como entonces; si damos por normal que el turismo gastronómico conozca, en el mismo plato, los aromas del pescado fresco y a lo que huele cuando se descompone en el contenedor; si tenemos que avisar que aquí está mal visto no comer lo que quiera el dueño del restaurante; o si, en fin, queremos renunciar a todo turista que haga deporte fuera de ese parque temático en que se ha convertido nuestra playa, ¿qué nos queda? Naturalmente, la playa. Veinticuatro horas de uso intensivo sólo interrumpido por la suspensión puntual del cine de verano, como hace dos sábados, por avería del proyector. ¿Se puede organizar toda una programación con un solo proyector? Naturalmente. A estos tratos descuidados le llamamos por aquí idiosincrasia. No hay ni que pedir disculpas.