Toros

Ferrera valiente y Cortés decidido

Destacado debut de El Ventorrillo en Pamplona, con el que Juan Bautista pudo hacer poco, y al que los dos diestros restantes sólo le pusieron voluntad

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El primer toro de corrida fue de descomunal hondura. Cinco años y ya casi los seis. Muy armado y astifino, vuelto de cuerna, cornipaso. Castaño listón, badanudo, ni alto ni bajo. Gran toro: el gesto y la puesta, el denso estilo al emplearse, nobleza, prontitud, más movilidad que potencia. Era toro sensible: lo distraían pitidos de una andanada de sol. Antonio Ferrera lo adivinó enseguida, lo toreó de capa con más soltura que ajuste o primor, lo banderilleó muy espectacularmente -volatines, quiebros, recortes, cuarteos, saltos, clavadas certeras y reunidas- y lo toreó de muleta con segura autoridad. De largo primero y ligando por la mano mejor, que fue la derecha. Dos tandas de tres abrochadas con dos cambiados. Una hermosura en todas las bazas el de pecho de remate. La codicia del toro por la mano izquierda no fue la misma. Ni la longitud de onda. Uno a uno los viajes. Así que Ferrera tomó la sabia decisión de cerrarse un poco, de volver a la mano diestra y de salpimentar con molinetes y adornos. Una estocada muy baja fue un borrón.

No era fácil ni pasar ni cruzar ni meter el brazo. Con ese imponente toro debutó en Pamplona el hierro de El Ventorrillo. El segundo de envío no tuvo apenas que ver con el primero. Pesaron los dos 580 kilos. El uno parecía más; este otro, no tanto. Apaisada la cuerna, toro alto de agujas, largo, zancudo. Buenos lances de Juan Bautista para convencer al toro, que, picado lo justo, pegó en banderillas dos oleaditas. Pronto vino a definirse: la boca abierta, vaga desgana, embestidas rebrincadas y apoyadas en las manos, amagos de reponer. Y al cabo repuso. La cara arriba por falta de motor. No llegó ni a descolgar ni a emplearse. Breve y conciso como suele Juan Bautista cuando no hay bola que rascar. Una estocada demasiado desprendida. 695 kilos le dieron al tercer ventorrillo y, por tanto, se esperaba que asomara por chiqueros el camión de Garrouste. No llegó la sangre al río. Mucho toro, pero cabía en los engaños. El rabo al suelo, amplia y acucharada la corona, pezuñas grandonas. Un poco frío de salida el toro, distraído también. Frenaditas, el empuje justo de riñones. Le cogió el aire Salvador Cortés casi en el primer vuelo. Un brindis al sol, una tanda de alarde con pase cambiado por la espalda y enseguida otra con la derecha francamente buena: la muleta por delante, el toro entero empapado y mecido.

Cambio de idea

Ligazón, sitio, tan rutilante arranque no pudo sostenerse. Otra tanda, calco teórico de la anterior, pecó de escupir al toro ligeramente. De pronto, Salvador cambió de idea: a la distancia para un cite de aliento. Veinte, treinta metros. Vino el toro, aguantó el torero de Mairena. En línea los muletazos, limpios. Una pausa, que no iba a ser la última, y un paseo sin mayor razón. Otra tanda a la distancia, que ya no fue sorpresa sino repetición. Y otro paseo con su pausa y su tiempo muerto. Como el toro de repente pareció de coser y cantar, el trabajo perdió gas. Intentos insuficientes de torear con la izquierda, arrucinas de remate. Más llena de cosas que de lógica esa faena tan segura. Y tan larga y, por tanto, de más a menos. Un pinchazo, una estocada delantera y perpendicular, dos descabellos, un aviso.