Toros

Una batalla campal

No es que la corrida de Cebada Gago fuera una caja de bombas pero salieron cuatro toros cargados de dinamita. Dos juntos en el lote de Luis Bolívar. Tercero y sexto. El tercero parecía por fuera menos toro que los demás, pero, dolido en banderillas y al cabo descompuesto, pegó gaitazos, tornillazos y calambrazos sin cuento. Justo al cambiarse el tercio el toro, pura violencia, estaba zurciendo a cornadas un burladero. Mientras el toro se rabiaba, Bolívar lo esperaba paciente en los medios. Por abrir faena con un pase cambiado por la espalda bien ajustado. Al cuarto muletazo ya se había estirado Bolívar, pero el toro empezó a disparar antes de lo previsto. Una tanda con la diestra perdiendo o ganando pasos.

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Hasta que el toro, temperamental, se puso a revolverse en cada embroque.

El sexto, cinqueño, fue de formidable trapío: anchos pechos, cortas manos, ventrudo pero no pasado de peso, sino bien lleno.

Casi 600 kilos. Todo lo que la edad puede enseñar a un toro. Éste se distrajo al menor toque que lo reclamara. Aunque sólo fuera la punta de un capote lejano o alguien que se moviera por el callejón.

Además de listo, fiero. Bravucón en el caballo: una vara primera en la misma penca del rabo, que hizo literalmente bueno lo de ser hasta el rabo todo toro, y una segunda muy trasera y muy sangrienta, como de puyazo de verdugo, que ni tundió ni terminó de templar al toro. Se llamaba Peluquero. Tuvo de pronto tomada la plaza. Con el tercio cambiado a petición de Bolívar, todavía tomó un tercer puyazo que no fue caricia. Arreones en banderillas si veía moverse a alguien de lejos; regates en corto cuando se le llegaba encima. A la cuadrilla de Bolívar le costó centrarse. Pusieron pares brillantes El Jeringa y Domingo Navarro, pero estaba por desollar el rabo cuando Bolívar tomó las armas de matar. No dejaron de tocar con reclamos al toro desde donde fuera y la pelea vino a resolverse sin vencedor ni vencido. Bolívar dio la cara, se asentó cuando y cuanto pudo, sacó los brazos, anduvo con carácter y oficio, no le amilanó la fiereza del tremendo Peluquero, que llevaba sangre a cuajarones generosos por los dos lomos, desde el cuello hasta la cola.

Muy andarín, por listo, el toro empezó a frenarse en cuanto descubrió al torero o lo distraían los reclamos de apoyo. Como si se enterara a mitad de viaje o en el mismo embroque. La pelea se vivió bajo el infernal fragor del sexto toro de Pamplona, que ensordece el doble si la corrida no ha sido propiamente una fiesta.

Y ésta no lo fue. La cumbre de la tarde, con los toros tan dueños de la cosa, fue un quite de Bolívar al segundo de corrida. Un quite ajustadísimo por tafalleras. Más cerca imposible. Un escalofrío.

Pero el ajuste fue lo que dio emoción y apresto a esos lances, que son del repertorio de toreo cambiado por alto y, por tanto, ligero. Ese segundo toro de Cebada, recibido a porta gayola en larga de rodillas por Sánchez Vara, fue de pinta preciosa: cárdeno muy claro y casi ensabanado, capirote y calzado en cárdeno, moteado. Una quilla espléndida, 575 kilos, cara y gesto de bravo, dos puntas impresionantes. Distraído salió del recibo, escarbó enseguida y luego no paró de buscar su querencia.