TRIBUNA

Las tres «F»

Hasta hace poco los expertos en mercados globalizados consideraban que el precio del petróleo era uno de los elementos decisivos a la hora de valorar la marcha de la economía.

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Atrás queda la crisis del petróleo de 1973. Ese año una coalición árabe, formada por Egipto y Siria, atacó el territorio israelí con el apoyo del resto de los países islámicos. Israel recibió, rápida y rotundamente, una gran ayuda militar por parte de Estados Unidos. Al mismo tiempo la Europa Occidental, por esos momentos con menos poder en el panorama mundial, apoyó tácitamente a Israel, sin tomar una postura clara ante el conflicto, que aún perdura en nuestros días.

Como respuesta, los países árabes, que constituían el principal grupo productor de petróleo, decidieron recortar radicalmente la producción de crudo y aumentar su precio. En menos de dos años el valor del barril de crudo se había multiplicado por diez. Los resultados sobre la economía mundial fueron devastadores.

Desde entonces las tremendas oscilaciones del precio del combustible fósil han puesto en jaque a las economías mundiales. Igualmente muchos de los conflictos bélicos surgidos desde entonces han tenido como último objetivo controlar las fuentes productoras de crudo, o en su defecto sus vías de distribución.

En poco tiempo se pasó de un control de los precios por las grandes corporaciones a un control por parte de los países propietarios de los yacimientos petrolíficos. La oleada de nacionalizaciones llevó a una gestión de los recursos por parte de los propios países poseedores. El descubrimiento de nuevos yacimientos en Sudamérica, África y Asia no ha supuesto para esos países una mejora importante en las condiciones de vida de sus poblaciones.

El despertar del sentimiento ecológico en los países industrializados ha desarrollado una imperiosa necesidad de ahorro energético, eso sí, sin perder un ápice de nuestro bienestar consumista. La búsqueda de energías alternativas, renovables y limpias supone uno de los retos que la humanidad tiene por delante.

En este contexto, al principio de esta década, aparecieron los biocombustibles. Considerados como el summun de lo verde y ecológico, se convertían en una bendición para el medio ambiente y, a su vez, en una alternativa al petróleo, cada vez mas caro y escaso, y por lo tanto en una apuesta de futuro para apuntalar la seguridad energética mundial.

Hasta ahora estábamos acostumbrados a que el precio de la energía, en nuestro caso el petróleo (fuel), marcara el precio de todos los elementos de consumo. A partir de ahora algunos alimentos (food) y determinados vegetales ( fibre) van a marcar los precios de los combustibles.

El grado de responsabilidad de los biocarburantes en la subida de las materias primas es casi un misterio. No obstante los datos son alarmantes. Cereales de consumo básico para determinados países han duplicado y triplicado sus precios en pocos meses. La especulación se ha apoderado de los mercados de los alimentos básicos de millones de personas.

El papel indiscutible del biofuel en el fenómeno del encarecimiento de los alimentos y su incidencia en el lado más tenebroso de la actual crisis alimentaria han provocado hambrunas que ya afectan a casi 40 países, algunos incluso productores de petróleo.

Expertos de las Naciones Unidas han dejado clara la importancia de las Tres «F» y su interrelación en la economía mundial (food, fuel and fibre).

Desde hace unos meses el bioetanol, que se había postulado como alternativa más ecológica al consumo de carburantes derivados del petróleo, se ha visto sometido a una crítica generalizada, brutal y despiadada, en la que se le acusa de atentar contra la biodiversidad y la seguridad alimentaria.

Las tremendas críticas hacen dudar a las instituciones gubernamentales que sólo hace unos meses habían decidido impulsar con normas legislativas la obligación de usar biocarburantes como alternativa.

Para el sector, son víctimas de un atentado orquestado por intereses vinculados al crudo y al sector de la alimentación.

El premio Nobel de química Harmut Michel, gran aficionado a los combustibles de origen vegetal, asegura que los biocarburantes no ahorran emisiones de CO2. Para su producción se precisa el uso de fertilizantes, maquinaria y de un proceso de destilación que provoca que se termine emitiendo más CO2 del que se produce al consumir gasolina. A ello hay que añadir la enorme deforestación que se está provocando en determinadas zonas del planeta con el fin de plantar cereales, materia prima para la obtención de biofuel.

Organizaciones como Greenpeace o Intermon critican el uso de biocombustibles como única alternativa a los carburantes convencionales.

Jean Ziegler, relator de la ONU, sociólogo y escritor, considera que «los biocarburantes son un crimen contra la humanidad», fruto de políticas al servicio del Fondo Monetario Internacional.

Hace más de un año Fidel Castro manifestaba que «la idea siniestra de convertir alimentos en combustibles iba a condenar a muerte por hambre y sed a más de 3.000 millones de persona».

Prestar ayuda financiera a los países pobres para producir biocarburantes provoca deforestación a corto plazo y un daño irreparable para el medio ambiente.

Actualmente en España existen una treintena de plantas productoras de biodiesel. En los próximos años se espera triplicar su número y quintuplicar su producción. La rentabilidad económica de estos biocarburantes, sin las millonarias ayudas económicas de las Administraciones Públicas y su compromiso con el medio ambiente, están más que cuestionadas.

La propia Unión Europea reconsidera el objetivo propuesto hace tan sólo un año de que para el año 2020 el «10% del carburante que utilicen nuestros vehículos a motor deberá ser de biocombustibles».

En nuestro afán de controlar y frenar el cambio climático nos hemos vuelto a dar cuenta de la fragilidad del medio ambiente. Esperemos que no sea demasiado tarde.