De izquierda a derecha, Rafael Contreras, Antonio Pérez, Antonio Díaz y Antonio Barragán
De izquierda a derecha, Rafael Contreras, Antonio Pérez, Antonio Díaz y Antonio Barragán - ABC
ROMERÍA DEL ROCÍO 2017

Centinelas del latido ancestral de la aldea del Rocío

Cuatro abuelos almonteños depositarios de una tradición oral centenaria, narran sus recuerdos y vivencias

ALMONTE Actualizado: Guardar
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Contemplan ahora la procesión desde la distancia, con los ojos humedecidos por la nostalgia de aquellos años en que eran sus hombros los que sostenían las andas de la Blanca Paloma. A Antonio Barragán, Antonio Díaz, Rafael Contreras y Antonio Pérez les pueden flaquear las fuerzas, pero no así la memoria. Son los abuelos almonteños, depositarios de una tradición centenaria. Sus voces son el instrumento con el que contaron a sus hijos, para que estos lo hicieran a su vez con los que hoy son sus nietos, cómo los días de romería se pasaban con vino caliente, agua de pozo y la matanza del año, entre enramadas de eucalipto y pino, cuando El Rocío era un puñado de chozas hechas de adobe y bayunco que rodeaba el Santuario y a la aldea acudían no más de 20 hermandades.

«Esto era muy diferente», asegura Antonio Pérez, que la primera vez que pisó la aldea contaba sólo cinco años. De eso hace 81 romerías, 81 años que incluyen los de la eclosión del fenómeno rociero, un universo de cambios que no ha conseguido alterar el recuerdo lleno de inocencia y romanticismo del Rocío de entonces. «Había muy pocas casas, la mayoría eran chozas», explica Antonio Díaz, que a sus 79 años rememora la fisionomía de la aldea. «Lo que hoy es la Plaza de Doñana era un descampado donde se hacían zahúrdas con las piaras de cochinos que se criaban alrededor del Rocío», narra Díaz. Rafael Contreras, 71 años, recuerda que «todo aquello era campo, y los hombres salían cada día a segar la hierba que se criaba para luego venderla como alimento para las bestias que venían con las hermandades».

La aldea que hoy acoge a un millón de almas contaba por aquel entonces con un núcleo reducido de una decena de calles compuestas por chozas, alrededor de una ermita a cuya misma puerta llegaba el agua de la marisma, según recuerda Antonio Barragán, que hoy tiene 77 años. «Las chozas por dentro eran maravillosas, auténticas obras de arte, cubiertas por una tonga de bayuncos», describe Díaz. «Tenían sus cuatro habitaciones, sus cocinas de carbón y muchas de ellas, chimeneas», prosigue. «En los corrales había un pozo cuya agua se utilizaba para lavarse y para dar de beber a las bestias. Nos lavábamos en palanganas y ese era el baño que había en El Rocío», comenta divertido Antonio Díaz. «El agua que se bebía en las casas era el agua que manaba del pocito de la Virgen. Las mujeres venían con los cántaros y se llevaban el agua necesaria para pasar el día. En los pozos de las casas se metían las botellas de vino para que estuvieran frescas y la fiesta duraba lo mismo que ahora, toda la noche», rememora Antonio Pérez, que recuerda con cariño que «daba gusto estar aquí en aquellos tiempos. El Rocío por la noche era precioso, cuando las casas se alumbraban con candilejas y carburos».

Las terrazas de la aldea

Uno de los elementos más característicos del aspecto actual de la aldea almonteña son sus terrazas, que por aquellos entonces, según recuerdan los abuelos, no existían. El lugar de encuentro eran las «enramás» de eucaliptos y pinos que se montaban «con cuatro palos» delante de las fachadas de las chozas, haciendo las veces de los actuales porches. «Ahí era donde se sentaba la gente y se cantaban y bailaban muchas sevillanas, más bonitas que las de ahora», advierte Antonio Díaz. «Cuando las hermandades se iban siempre cantaban una sevillana que decía: «salud y suerte, para el año que viene venir a verte», porque entonces la gente venía de un Rocío para otro», describe.

En lo que respecta a los almonteños, la gran mayoría del pueblo sólo acudía a la aldea durante la Romería en la tarde del domingo, para ser partícipes de la procesión de su Patrona. «Se juntaban las reuniones de cuatro o cinco amigos, aparejábamos una bestia en la que traíamos el costo y andando, por el camino de Los Tarajales nos veníamos al Rocío en la tarde del domingo», cuenta Antonio Barragán, que recuerda como nada más llegar a la aldea soltaban las bestias en lo que se conocía como «las playas del Rocío» y casi sin tiempo «salíamos corriendo en dirección al santuario».

El camino de la Matriz hacia la aldea, a diferencia de hoy, se hacía el jueves de Romería, y si bien es verdad que el hermano mayor salía de Almonte arropado por un gran número de vecinos, la multitudinaria comitiva sólo llegaba hasta el Puente de Olivarejos. Las tareas agrícolas a las que se dedicaba la mayoría de los almonteños no daban tregua, por lo que había que regresar para seguir trabajando en las faenas del campo. «Al Rocío llegaba el hermano mayor con un camión en el que iban montadas las muchachas y en el que se cargaban las varas, el Simpecado y los colchones de los que se quedaban en la casa de hermandad", comenta Díaz, que cuenta cómo el camino duraba escasas tres o cuatro horas y la Matriz llegaba a la aldea al mediodía, justo a tiempo para degustar el guiso que había cocinado el santero con un chivo que había sido enviado por el hermano mayor el día antes a la aldea.

Sus palabras se repiten como una letanía, como se repiten las plegarias y sevillanas, las palmas y los vivas, en cada madrugada de Lunes de Pentecostés. En el descanso de la procesión, frente a la mesa camilla con el mantel de hilo, rememoran aquellos tiempos en que la Virgen salía a las calles de la aldea con los primeros rayos del sol. «La gente esperaba dentro del santuario hincados de rodillas y la camarista rezaba una y otra Salve, y los hombres esperando y esperando, sin impaciencia ninguna, deseando cogerla pero sin la tensión que se vive en la actualidad», describe Contreras, a lo que Barragán añade que «antes no se saltaba la reja, se abría la cancela y la gente entraba a coger a la Virgen».

Antonio Díaz recuerda lo que veía cuando de chiquillo se acercaba al Santuario avanzada ya la madrugada del lunes: «En la puerta de la Sacristía los hombres ataban sus petacas y decían: «vamos a echar un cigarro porque se ha asomado fulano y dicen que todavía están diciendo misa». En la última noche de aquellas romerías, tras el Rosario de las Hermandades, el santuario permanecía abierto y en su interior se sucedían las eucaristías. Los hombres esperaban pacientemente en el exterior, y al pequeño grupo inicial se iban sumando aquellos que después de terminar las tareas agrícolas llegaban a última hora desde Almonte, ataviados con sus chambras abrochadas hasta la tirilla. Alguno daba el aviso de que había terminado la última misa y era entonces cuando entraban en el Santuario para sacar a su Patrona.

La Virgen del Rocío salía a las calles de la aldea con los primero rayos del sol

«La Virgen salía al romper el día, a las siete o las ocho de la mañana», asegura Antonio Pérez, a lo que Barragán añade que «el recorrido de la Virgen era mucho más pequeño, salía y se iba al Acebuchal y de ahí al Real, hasta entrar de nuevo en su Santuario después de haber visitado todas las hermandades». Por su parte Antonio Díaz rememora cómo «La Virgen se ponía en el suelo delante de todos los Simpecados para que las hermandades le rezaran la Salve. La gente que estaba debajo de la Virgen hacían bajar de los caballos a todos los que estaban muy cerca de ella», algo que Antonio Pérez describe como un «momento precioso».

La primera vez que sus hombros soportaron el peso de la Virgen del Rocío coincide en edades y en sensaciones. Todos ellos contaban con alrededor de 15 años, y todos sin excepción habían pasado las romerías previas observando como sus mayores desempeñaban la tarea de portar a su Patrona. Aún así, cada cual tiene una anécdota que contar sobre su primera vez, como Antonio Barragán que se metió en un descuido de su padre en una Venida. «Yo iba debajo aún cuando llegó mi padre con sus amigos y me riñeron. Tenía 15 años y consideraban que era aún muy joven para meterme debajo», sonríe Barragán.

Sin embargo, donde si encuentran diferencias es en el modo en que antes se desarrollaba la procesión, ya que como explica Antonio Pérez, «la gente no entraba empujando». «Antes los que estaban debajo de la Virgen llamaban a los que estaban fuera y mientras que ellos no salían, no entraban otros. Era una tarea que había que cumplir y así nos lo tomábamos», advierte Pérez, aunque todos coinciden en recalcar que el número creciente de hermandades filiales hace que la procesión sea mucho más larga y complicada.

Para ellos la Virgen lo es todo, una parte de sus vidas, un miembro más de sus familias. Sus rezos a la Blanca Paloma se asemejan más a un diálogo íntimo que a una oración, y para todos, el momento más duro fue aquel en el que tomaron conciencia de que las fuerzas ya no les acompañaban en la tarea de llevar sobre sus hombros las andas de su Patrona.

Aún así, reconocen haber vivido «unos años privilegiados». Los abuelos almonteños, son hoy centinelas del latido ancestral de la aldea, como lo fueron sus antepasados, que apuntalaron los pilares que sostienen a la más grande de todas las romerías, han sido los que, a través de su palabra, han ido forjando y transmitiendo durante décadas y siglos un compendio de costumbres no escrito que engrasa el complejo engranaje de una procesión que desde fuera se percibe como un caos, pero que es pura sincronía de amor y esfuerzos.

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