José Javier Amorós - PASAR EL RATO

El sifón del obispo

Los partidarios de un lenguaje expeditivo son los que confunden el pensamiento con el exabrupto

José Javier Amorós
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Mi infancia son recuerdos del sifón de casa Lacunza, en Estella, la bienamada, donde mi corazón siempre está. Desde que desapareció el sifón y el tapón de bola de las botellas de gaseosa, el mundo está incompleto, y muchos hombres sentimos una vaga nostalgia de haber perdido las cosas mejores. El sifón se ha quedado en categoría literaria, no siendo eso poco. Pero la metáfora hay que usarla con prudencia, con intención, sin hundirse en la tierra reblandecida por las pisadas de tertulianos, de diputados independentistas, de presentadores de concursos de televisión, y otros frutos amargos de la cultura.

El primero que utilizó la imagen «nada con sifón» para referirse a la vaciedad intelectual, puede pasar por un innovador, aun tratándose de una metáfora poco ingeniosa, escasa de aliento artístico.

Nueva, aunque vulgar. Sus seguidores, en cambio, no innovan, imitan. E imitar la vulgaridad tiene el mismo valor que la nada con sifón. Llama la atención que el último imitador conocido sea el obispo de Córdoba, un hombre estudioso y sensible. Pero el Espíritu sopla donde quiere, y parece que ese día se abstuvo de soplar sobre el prelado. Nada menos que en una homilía en la Catedral, con ocasión de la festividad de la Virgen patrona de Córdoba, dijo el obispo: «La festividad de la Fuensanta sin la Virgen de la Fuensanta es la nada con sifón». Y se hizo en el cielo un silencio como de media hora, quizá más, porque esa frase es una tontería apocalíptica. En el principio era la Palabra. Si durante su estancia en la tierra, Dios hubiera dicho: «Sin Mí, todo lo que hagáis será nada con sifón», el cristianismo no sería uno de los fundamentos de la civilización occidental. La Palabra se cree y la palabra se cuida. La Palabra necesita de la palabra para explicarse. Y la palabra ha de transmitir la Palabra con belleza, con nivel. La religión es una estética. Los ritos, las ceremonias, el culto, toda la liturgia católica es arte. La oratoria sagrada -de la que apenas quedan «presentes sucesiones de difunto»- fue arte. ¿Quién se acuerda hoy del sublime Bossuet, de nuestro fray Luis de Granada, que fue llamado el Cicerón del Renacimiento? La Biblia es una colección de textos de gran belleza literaria; es arte. Una cruz de madera en una celda desnuda es arte. La fe no puede prescindir de la dimensión de lo bello. Naturalmente que la forma es el fondo. Los partidarios de un lenguaje expeditivo son los que confunden el pensamiento con el exabrupto. El pensamiento se va formando en un recorrido artístico por el lenguaje. Para que Emma Bovary acabara suicidándose, Flaubert tuvo que dar un rodeo artístico de cuatrocientas páginas. Eso es la novela. Para conseguir que Catilina abandonara Roma, Cicerón no se limitó a decirle que se fuera a hacer puñetas. Compuso el mejor discurso de la historia de la humanidad. Eso es la oratoria. Y con ella se ponen en pie, electrizados, los padres conscriptos, y rugen las muchedumbres en los estadios. Hay que decir lo segundo o lo tercero que se nos viene a la cabeza, nunca lo primero. Para decir bien, hay que pensar.

Dicho lo cual, y visto lo visto, manifiesto mi respeto por el obispo y reconozco su difícil y meritoria labor al frente de la diócesis de Córdoba. Y con la que está cayendo, me complazco en poner negro sobre blanco mi fidelidad a la Palabra. Y yo diría que amén.

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