Diez maravillas naturales que parecen de otro planeta
En verano, en lago Moteado, el agua se evapora. Lo que queda son cristalizaciones en forma de pequeñas pozas ovales

Diez maravillas naturales que parecen de otro planeta

Sugerentes. Bellísimos. Diez paisajes de la Tierra que parecen venir de algún lugar muy lejano

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Sugerentes. Bellísimos. Diez paisajes de la Tierra que parecen venir de algún lugar muy lejano

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  1. Kliluk, el lago moteado (Canadá)

    En verano, en lago Moteado, el agua se evapora. Lo que queda son cristalizaciones en forma de pequeñas pozas ovales
    En verano, en lago Moteado, el agua se evapora. Lo que queda son cristalizaciones en forma de pequeñas pozas ovales

    En la provincia canadiense de la Columbia Británica, unos 100 km al este de Vancouver y próxima a la frontera con Estados Unidos, se halla una formación lacustre sumamente rara, de aspecto surrealista para unos y extraterrestre para otros. Los indios nativos de Okanagan, el valle circundante, la llaman por su nombre vernáculo: Kliluk, el lago sagrado. Para el resto del mundo es, concisamente, el lago Moteado (Spotted lake, en los mapas locales), denominación que alude a sus características físico-geológicas, francamente peculiares.

    Se trata de un cuerpo acuático salino y endorreico que tolera una de las más altas concentraciones de minerales del planeta. Durante el verano, en sus poco más de 15 hectáreas, tiene lugar un fenómeno natural extraordinario: la mayor parte del agua se evapora, ocasionando cristalizaciones en forma de pequeñas pozas ovales –exactamente 365, una por cada día del año- de contornos níveos y colores imposibles. La chocante paleta cromática incluye verdes, azules, amarillos, ocres y blancos en tonos pálidos o rabiosamente llamativos, dependiendo de las amalgamas químicas del momento: sulfatos de sodio, calcio y magnesio, además de ocho minerales y trazas de otros tantos, entre ellos plata y titanio.

    El lago Moteado es uno de los más originales atractivos naturales de Canadá. Además, las cualidades terapéuticas de sus aguas se conocen desde antiguo. Las viejas crónicas refieren guerras tribales durante las cuales se pactaban treguas para que los combatientes pudieran curarse las heridas aplicándose sus lodos. Tales barros se utilizan hoy en diversos tratamientos de la piel para quitarse algunos años de encima. Sin embargo, la explotación comercial y turística del Kliluk, un lugar mágico-sagrado para los indígenas, genera constantes controversias. Una valla trata de impedir actualmente el libre acceso al lago; medida poco eficaz, porque todo el mundo se la salta. Ahora bien: quien desee respetar a los nativos y sus creencias no tiene más que contemplarlo desde la carretera, la cual posibilita disfrutar y fotografiar desde todos los ángulos este asombroso escenario natural.

  2. La ola del desierto. Arizona, EE.UU.

    The wave, en Arizona
    The wave, en Arizona - sehara

    He aquí otra insólita maravilla de la naturaleza: una formación de arenisca en mitad del desierto de Arizona, cerca de la frontera con Utah (Estados Unidos), cuyas inverosímiles hechuras, de deslumbrante belleza, atraen a los fotógrafos paisajistas de todo el orbe como la miel a las moscas. Se la conoce como La Ola (The Wave), nombre que, por descontado, nada tiene que ver con el agua, sino con su relieve rocoso, artísticamente esculpido por el viento: una sucesión de ondulaciones horizontales constituidas por cientos de bandas paralelas de tonos anaranjados, rojizos y marrones que dan a esta arenisca su aspecto mórbido de manto plisado, provocando en el espectador una aparente sensación de movimiento.

    Protegida actualmente dentro de la reserva de Paria Canyon-Vermillion Cliffs Wilderness, la Ola de Piedra de Arizona se formó durante el Jurásico, hace 190 millones de años. Investigaciones geológicas han demostrado la existencia previa en el lugar de un conjunto de dunas que, con el paso del tiempo, se transformaron en roca compacta. La lluvia y la erosión eólica hicieron el resto, configurando las sinuosidades de la formación actual, a la que no resulta fácil acceder. De entrada, porque, merced a una política de conservación orientada a evitar la masificación del entorno, sólo se admiten 20 visitantes diarios. La señalización, a lo largo de los 5 km de terreno escarpado que deben recorrerse a pie para alcanzar la meta, es casi nula adrede y, aunque los guardaparques proporcionan receptores GPS a quienes lo soliciten, no son pocos los que se extravían y terminan por renunciar a su objetivo.

    Si bien la mañana temprana y el atardecer pueden resultar momentos aptos, lo idóneo es fotografiar La Ola alrededor del mediodía, durante la ausencia de sombras en sus paredes y recovecos. Luego, si la suerte nos es propicia, podremos aliviar el sempiterno calor del desierto bañándonos en las exiguas charcas dejadas por alguna tormenta reciente en compañía de los renacuajos que sobreviven los escasos días en que el agua permanece en ellas.

  3. Los endemismos botánicos de Richtersveld, Sudáfrica

    Árbol de mantequilla, en el Richtersveld National Park
    Árbol de mantequilla, en el Richtersveld National Park - Winfried Bruenken

    Plantas velludas y pegajosas, inventos evolutivos de la prodigiosa naturaleza, que atrapan la arena para protegerse del ardor solar y del embate de los vientos; flores de colores descarados, cápsulas de una vida que prospera en los suelos yermos; tallos y hojas surcados por milimétricos regueros que, estratégicamente posicionados, remiten la escasa humedad del alba a las raíces; árboles con vejigas interiores para acumular el preciado líquido y racionarlo en las épocas de mayor apremio. En suma: he aquí una vegetación magra y suculenta, ejemplo de supervivencia extrema en un paraje remoto y aislado de características únicas en el Planeta: el desierto montañoso de Richtersveld, situado en la provincia de Northern Cape, en Suráfrica.

    De entrada, este país africano es el tercero con mayor biodiversidad del mundo, en razón, prioritariamente, de la amplia gama de variedades vegetales que posee. Y uno de los «puntos calientes» de dicha biodiversidad no es otro que Richtersveld, clasificado por la Unesco dentro del Patrimonio de la Humanidad como paisaje cultural y botánico en 2007. Quienes tengan la suerte de visitarlo difícilmente olvidarán las abruptas prominencias de basalto, los abrasadores vacíos arenosos, las rocas cubiertas de líquenes y las lagartijas horneándose al sol. Un escenario dramático y escabroso, receptáculo de un ambiente hostil donde la línea fronteriza entre la vida y la muerte es sumamente delgada. Pero también soberbio y aleccionador, al tratarse de la zona terrestre con mayor concentración de plantas suculentas. Ellas representan el triunfo de la adaptación constante y necesaria a un medio con temperaturas superiores a 40º la mayor parte del año (llegando hasta 50º durante el estiaje) y donde la lluvia es un raro acontecimiento.

    El desierto de Richtersveld constituye uno de los mega-ecosistemas más interesantes del orbe. Sus endemismos florísticos, cerca del 30% del total de sus especies, sólo están presentes aquí. Los dos árboles más conspicuos, el aljaba de bastardo (Aloe pillansii), con ejemplares que superan los 500 años, y el trompa de elefante (Pachypodium namaquanum), que alcanza, a veces, los 4 m de altura, dejan una impresión duradera en la memoria de cualquiera que los haya visto en su ambiente natural.

  4. El Río Tinto. Huelva

    Las aguas del Río Tinto, en Huelva
    Las aguas del Río Tinto, en Huelva

    Los cursos alto y medio del río Tinto, cuyas aguas fluyen a través de la provincia de Huelva, configuran por sí solos uno de los paisajes más hermosos y originales del Globo Terráqueo. A su irreductible mixtura cromática -el peculiar color rojizo, del que esta corriente fluvial toma su nombre, se torna ocre y amarillo en las riberas- agregan unas condiciones ambientales e históricas excepcionales. De estas últimas da fe el mayor yacimiento minero a cielo abierto de Europa, extendido a lo largo de sus márgenes, con una historia de actividades extractoras (principalmente de cobre, pero también de hierro y manganeso) ¡casi tres veces milenaria! iniciada por los tartesios hacia el 800 a. C. y continuada por fenicios, romanos y musulmanes.

    Ahora bien: lo que hace del río Tinto un fenómeno natural exclusivo no está en su geología, sino en su biología. Durante siglos se le consideró un hábitat carente de vida, con una exánime -aunque colorida- belleza, propia de otro mundo. Efectivamente, el alto contenido en metales, la acusada carencia de oxígeno y la extrema acidez de sus aguas (pH 2) no permiten la existencia de la mayoría de los seres vivientes. Sin embargo, este ambiente restrictivo no se debe a la contaminación minera. Paradójicamente, es producido por la propia vida. Se trata de microorganismos que ingieren los sulfatos metálicos masivos y excretan óxidos de hierro, transformando los depósitos de minerales y, en consecuencia, los acuíferos del subsuelo. Para entenderlo: en los ríos vecinos no hay acidez, ni acciones bacterianas; el hierro se deposita en el fondo, sin intervenir en ese «ciclo marciano» que da al Tinto su intenso color rojizo. Y esto viene sucediendo desde hace millones de años.

    Hace tiempo que la NASA se interesó por estos seres microscópicos anaerobios, algunos aún sin catalogar, que no precisan oxígeno para subsistir, estimando que son la clave para buscar vida en otros planetas. A tal efecto probaron instrumentos científicos diseñados para futuras misiones a Marte, donde se sabe que existe agua bajo su superficie, en los alrededores del río Tinto, cuyos acuíferos, energía química y contexto ambiental se presumen muy similares a los del Planeta Rojo.

  5. El bosque sumergido de la Patagonia. Argentina

    Bosque sumergido, en el lago Traful
    Bosque sumergido, en el lago Traful

    A 404 km de Neuquén, la capital de la provincia argentina homónima, Villa Traful, reconocida por su serena belleza, es, desde hace al menos una década, uno de los sitios mágicos de la Patagonia Norte, polo de atracción de turistas, investigadores, fotógrafos cazadores de paisajes… ¡y amantes del buceo! ¿La causa? Pues algo que, no lejos de dicha localidad, todos pueden descubrir después de un breve paseo en lancha por su esplendente lago: el bosque sumergido de cipreses, uno de los pocos fenómenos naturales de este tipo que existen o que se hayan descubierto en el Planeta.

    Todo comenzó en 1960, cuando un seísmo local provocó el corrimiento de la ladera del cerro Bayo, o Alto Mahuida, la cual se deslizó mansamente hasta el fondo de las cristalinas aguas conservando más o menos intacta su cubierta arbórea. Ésta se componía de las especies típicas de un paraje andino patagónico: el ñire o haya antártica, la lenga o roble blanco, el coihue y, fundamentalmente, el ciprés de la cordillera (Austrocedrus chilensis), con ejemplares que superaban los 50 m de altura. Son precisamente éstos los que hoy conforman el bosque sumergido del lago Traful. Bajo la líquida transparencia azul, a una profundidad que ronda los 30 metros, más de 60 de ellos siguen en pie y algunos asoman aún las escuálidas puntas de sus copas por encima del espejo acuático, como testimonio de que, antes de su presente vida submarina, disfrutaron de otra sobre la superficie recibiendo la caricia del aire en sus ramas y hojas.

    Se recomienda la visita en horas de la mañana y con las aguas aquietadas. Los que se aventuren a bucear en ellas, con una temperatura de 16º y visibilidades de más de 20 metros, verán la perca, la trucha y el puyén nadando entre las ramas desnudas y espectrales; una imagen casi onírica, propia de los relatos de ciencia ficción acerca de otros mundos. Por otra parte, el ciprés es una de las especies vegetales más longevas y su madera extremadamente resistente; así que podemos concluir que al bosque sumergido del lago Traful le queda mucho tiempo por delante.

  6. La cueva de los cristales gigantes. México

    Fotografía de los cristales de yeso de la cueva de Naica
    Fotografía de los cristales de yeso de la cueva de Naica - Alexander Van Driessche

    ¿Espectáculo extraterrestre? ¿Quizá el de algún fragmento de los congelados anillos de Saturno? Pues va a ser que no, que no es necesario opositar a astronauta para poder acceder a este portentoso universo de seres inorgánicos elementales, los cristales de yeso más gigantescos jamás hallados en parte alguna. Tan solo tenemos que viajar a la serranía de Naica, al sur de la ciudad de Chihuahua, en México. Una vez allí, introducirnos 300 metros bajo tierra y, apelando a nuestra buena estrella, mantenernos vivos unos minutos mientras admiramos las selenitas -nombre científico de tales cristales- ya que la temperatura de la gruta, superior a los 50ºC, y su humedad inhumana, casi del 100%, no hacen de ella un lugar precisamente apto para ir de picnic.

    Descubierta por casualidad en 2000 por dos obreros de la mina de Naica, se considera uno de los hallazgos geológicos más importantes de nuestro tiempo. Las selenitas, que se entrecruzan desde el suelo hasta el techo en una madeja inextricable con apariencia de brillantes témpanos de hielo, miden, en su mayoría, unos 6 metros de longitud (si bien las mayores llegan a los 11), alcanzando espesores de un metro y un peso de 50 toneladas. Ante tamañas dimensiones, las de la cueva no dejan de ser exiguas: 50 metros de largo por 20 de ancho.

    Descender a la caverna de Naica es como hacerlo a las calderas de Pedro Botero. Sus condiciones ambientales extremas impiden permanencias superiores a los 10 minutos, bajo riesgo de sufrir un shock térmico o un colapso por deshidratación. Recientemente, el equipo dirigido por Juan Manuel García-Ruiz, investigador del CSIC y cristalógrafo del Instituto Andaluz de Ciencias de La Tierra, que trabaja aquí desde hace más de tres lustros, ha demostrado que las selenitas crecieron de modo milimétrico, alrededor del grosor de un cabello humano por siglo. Es la velocidad más lenta jamás medida en la formación de cristales. Conociendo sus tamaños actuales, un simple cálculo aritmético nos dice que se originaron… ¡hace un millón de años! La más refinada y reposada orfebrería de la radiante matriz de la Tierra.

  7. Las colinas de chocolate. Filipinas

    Chocolate Hills
    Chocolate Hills

    Quien contempla por vez primera este amasijo de colinas en Bohol, la décima isla más grande de Filipinas, suele experimentar, de entrada, la impresión de hallarse ante una construcción monumental de fábrica humana: tal es la extraña regularidad de su distribución, de sus tamaños y del diseño geométrico de sus perfiles. Pero dicha impresión no se ajusta a la realidad, ya que el arquitecto es la propia naturaleza. Lo que aquí puede verse es una formación geológica caprichosa y única en el mundo: exactamente 1.268 montículos cónicos, la mayoría con alturas comprendidas entre 120 y 200 m, rutilantes senos de la Madre Tierra uniformemente esparcidos en algo más de 50 km².

    En Filipinas los llaman Chocolate Hills (Colinas de Chocolate). ¿Por qué semejante nombre? Durante el estío, con las lluvias, una lustrosa capa de hierba tapiza los cerros. Al llegar el invierno baja la temperatura, la cubierta vegetal se seca y adquiere un color pardo, semejante al de una tableta Nestlé, que les da apariencia de bombones descomunales. Al menos para los visitantes más golosos. Claro que la glotonería no interviene en las teorías sobre su origen. La más aceptada entre éstas considera probable que, en un pasado remoto, fueran sedimentos coralinos a los que los movimientos tectónicos obligaron a elevarse, antes de que las erosiones acuática y eólica comenzaran a moldear sus siluetas en los voluptuosos pechos (¿de cacao?) que hoy se ofrecen a la vista del público sin pudor.

    Pasear entre tales conos montañosos nos acerca a la naturaleza más mágica de una tierra, la filipina, de acusados contrastes. También a sus leyendas que, igual que en todas las mitologías, contraponen las versiones románticas a las científicas. Como la de Arogo, el gigante inmortal que, llorando la muerte de su amada, dio forma con sus lágrimas a estos montículos extremadamente pintorescos, parejos entre sí y apretujados hasta donde la vista alcanza. Las colinas de Chocolate aparecen en los sellos y en la bandera del país, cuyo gobierno apuesta por este monumento geológico para incentivar el turismo interior.

  8. El volcán Kawah Ijen. Indonesia

    El lago sulfúrico de Kawah Ijen
    El lago sulfúrico de Kawah Ijen

    ¿Ríos de lava azules? Pero ¿existe algo semejante sobre la faz de La Tierra? La respuesta es terminante: sí, existe, y se encuentra en Indonesia. Con sus 20 km de anchura, la caldera de Ijen, en el este de la isla de Java, constituye un curioso colector de estratovolcanes. Uno de ellos es el Kawah Ijen, que alberga el lago de cráter ácido más grande del mundo (1 km de diámetro), de bruñido color turquesa, por donde se fugan constantemente gases altamente sulfurosos a gran presión y temperaturas que alcanzan, a veces, los 600ºC. Al entrar en contacto con el aire se inflaman y generan llamas de hasta 5 metros de altura. Algunos se condensan en regueros de ardiente azufre líquido. Éstos, en las horas nocturnas, a medida que fluyen ladera abajo, emiten unos resplandores opalinos que sólo aparecen en el Kawah Ijen, mimetizándose así en imaginarios y subyugantes torrentes de lava azul. Un contexto digno, sin duda, de las peripecias astrales de Flash Gordon.

    Los mineros llevan extrayendo azufre del Kawah Ijen desde hace más de 40 años. Cada día unos 150 hombres descienden al fondo del cráter, donde el líquido sulfuroso surge de una de las brechas a una temperatura de 115ºC. Allí lo canalizan a través de una red de tuberías de cerámica a cisternas donde se enfría y cristaliza en un sólido amarillo. Luego, utilizando barras de hierro, rompen éste en pedazos para cargarlos en pingas de dos canastas (hasta 50 kilos en cada una) y retroceden cuesta arriba al borde de la caldera por pendientes de 40º-60º, peligrosa y extenuante operación que repiten 2 ó 3 veces al día. Algunos, para doblar su escaso salario, trabajan durante la noche alumbrados por la luz de un azul eléctrico que emite el ácido sulfúrico del volcán. A pesar de los vapores altamente tóxicos, rara vez usan la protección de una máscara de gas, por lo cual la mayoría sufre de problemas respiratorios.

    El Kawah Ijen ha hecho erupción seis veces desde 1796. La más reciente, en la que sólo vomitó cenizas, se produjo en 2001. Todas las explosiones registradas han sido de tipo moderado.

  9. Las chimeneas calcáreas del lago Abbe. Yibuti y Etiopía

    Lago Abbe
    Lago Abbe - Rolf Cosar

    La depresión salina de Abbe, la mayor de las seis que se sitúan a caballo entre Yibuti y Etiopía, constituye uno de los parajes más extrañamente notorios del Globo. A decir verdad, no parece pertenecer a él. Sus pétreas alineaciones, resueltas en un laberinto de crestas, agujas, torreones, protuberancias de apariencia arborescente o de gigantescas velas derretidas, corredores sinuosos y pasillos ciegos suscitan en nuestro ánimo un abanico de blancas fantasías o de negras pesadillas, a gusto del consumidor. Para corroborarlo bastará con señalar que este fue el escenario donde Franklin J. Schaffner rodó en 1968 las primeras secuencias de su ya clásica película El planeta de los simios, protagonizada por Charlton Heston.

    Los actuales 140 km² del lago Abbe, en franca regresión –en 1939 su lámina acuática abarcaba 650 km²-, concentran la curiosidad de los geólogos, toda vez que, asentado éste sobre las placas tectónicas Árabe, Nubia y Somalí, las tres en proceso de alejamiento mutuo, constituyen parte de la zona de formación de un futuro océano. A medida que aquéllas se separan, la corteza terrestre se adelgaza hasta que se agrieta. A través de los puntos débiles, el magma es empujado hacia la superficie, donde las burbujas de agua hirviente depositan los carbonatos de calcio disueltos, creando curiosas chimeneas de ciclópeo y elevado porte. Algunas de ellas alcanzan alturas de 50 metros y emiten bocanadas de vapor desde su cúspide.

    Es altamente recomendable acampar en este lugar sobrecogedor. La noche tiende su negro manto como un disfraz sobre la depresión y es entonces cuando su cohorte de seres de piedra se transmuta en siluetas fantasmagóricas. La luna brilla por encima de tan originales pináculos, esparciendo sombras dentadas propias de un universo de alucinaciones y duendes. Dicen, asimismo, que el lago Abbe brinda su mejor aspecto al despuntar el alba. El sol, tendido sobre el horizonte, tiñe con luces nacientes la superficie de sus aguas, dulcificando su austero semblante, mientras cientos de flamencos rosados levantan el vuelo en enormes bandadas sobre las níveas orillas salinas, abandonando sus refugios nocturnos, ebrios de libertad.

  10. Catarata de sangre del glaciar Taylor. Antártida

    Catarata de sangre, en la Antártida
    Catarata de sangre, en la Antártida

    En la antártica tierra de Victoria, los valles secos de McMurdo, con sus 4.800 km² de extensión, uno de los climas más extremos del mundo y estériles suelos de grava esparcida, se consideran el lugar de nuestro planeta más similar a Marte. Constituyen la mayor zona desprovista de hielo del Continente Blanco. Y, aunque no han recibido precipitación alguna en los últimos dos millones de años, algunos tienen lagos permanentemente congelados con capas de hielo de varios metros de espesor y agua extremadamente salada bajo las mismas; lagos que, según sospechan los científicos, contendrían datos sobre cómo surgió la vida en La Tierra y en qué circunstancias podría desarrollarse ésta en los universos del espacio exterior.

    La clave de tal sospecha la constituye un sensacional hallazgo realizado en 1960 en la cara frontal del glaciar Taylor, situado en uno de los valles secos: la catarata de Sangre, alta como un edificio de cinco pisos, así bautizada por el matiz rojo intenso de sus aguas salobres. Este aspecto sangriento, tan magnífico como espeluznante, se atribuyó, en principio, a la presencia de algas ferruginosas, pero su verdadera naturaleza se reveló mucho más misteriosa. Y es que los óxidos de hierro, responsables, sí, de la coloración de la catarata, proceden de la actividad metabólica de una extraña forma de vida microbiana que el glaciar Taylor, al sellar una cubeta de agua salada bajo los hielos neozoicos, encarceló en ella. Se trata de una colonia de bacterias anaerobias que ha evolucionado emancipada del resto de las formas vivientes, aislada en una cápsula de tiempo, en ausencia de oxígeno, luz y calor.

    En resumen: esta fría salmuera primigenia del lago subglaciar, escapando por una grieta de la lengua sin que el ecosistema interno sufra alteración, es la responsable de algo tan hermoso y visceral como la catarata de Sangre de estos valles secos, en cuyas desoladas extensiones la NASA ha estado probando sus instrumentos desde las misiones Viking a Marte. Porque, como asegura Jill Mikucki, microbióloga de la universidad de Tennessee, «si encontramos vida allí, es más que probable que se parezca a esta que hemos descubierto en la Antártida».

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