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Marruecos desde Tarifa, en coche y con niños: todo lo que debes saber

Una pareja de españoles, con sus tres hijos, recorren 2.800 km en ocho días. He aquí su experiencia y sus consejos

Kasbah Aït Ben Moro, en el palmeral de Skoura
Kasbah Aït Ben Moro, en el palmeral de Skoura - pablo ramón
pablo ramón - Actualizado: Guardado en: Viajar

Marruecos es un destino fascinante, especialmente para viajar con niños. El desierto, las playas infinitas, las medinas, los pueblos bíblicos del Atlas. Carmen y Pablo, con sus tres hijos, son viajeros habituales y han pasado una semana recorriendo el país en coche.

El viaje a Marruecos comienza en Tarifa, desde donde tenemos visión de África desde el inicio de la travesía. El fast ferry nos pone en Tánger en cuarenta minutos y comienza una aventura de sabores, aromas y ambientes exóticos. No hay un destino más diferente para el turista español a menos de hora y media de vuelo.

No somos nuevos en la plaza, vivimos cuatro años en Casablanca, recorrimos entonces el país y nos supo tan a poco que cada vez que podemos nos escapamos al sur. En esta ocasión, de Tánger a Tetuán, Rabat, Casablanca, Marrakech, Ouarzazate, Agdz, Zagora y Mhamid, donde acaba el asfalto por el sureste.

2.800 kilómetros en ocho días, cruzando las nieves del Atlas, comiendo en jaimas junto al río Drâa o dejándonos cuidar por el ex segundo de cocina del rey Abdalá de Jordania. Recorriendo en dromedario las dunas del sur, durmiendo en una kasbah del siglo XVI. En otros viajes hemos comido centollos asados en la playa de Oualidia a 2 euros la pieza, nos hemos rebozado en las arenas de las dunas de Merzouga, vivido con las mujeres del aceite de argán su experiencia feminista y ecológica. Cada itinerario en Marruecos es una aventura, para los niños un absoluto parque de atracciones.

Entrando en el puerto de Tánger

A los que conocemos bien Marruecos se nos hace incomprensible que haya compatriotas que mantengan ideas preconcebidas de recelo hacia el país. Es paradójico, en este país se venera a los niños, se respeta a los mayores, se procura que el visitante regrese a casa contando buenas cosas de su experiencia viajera. Todos son preceptos del Corán, que en esencia coinciden con la Biblia y el conjunto de las religiones en la búsqueda del respeto al prójimo, los valores de la familia, la admiración por los ancianos. En definitiva aquí encontramos, como en buena medida también ocurre en Portugal, muchas de las «buenas maneras» y esa amabilidad provinciana que en España se va perdiendo.

Tánger no es la ciudad más grata del reino porque ninguna ciudad con puerto fronterizo lo suele ser. Lo que menos nos gusta de Marruecos, con diferencia, es el tedioso paso del puerto de Tánger. El de Ceuta a suelo marroquí no es mejor. Pasado el rato de papeles, pasaportes y sellos -nunca dejéis vuestra documentación a ninguno de los «voluntarios» que trapichean con los policías para adelantarte en la cola cuando la hay-, dejar atrás la verja del puerto es un alivio. Ahora sí estamos en Tánger la que apetece. Subimos a la zona alta de la medina, para ver la costa, el puerto… y las arenas de Cádiz, y hasta Sierra Nevada si no hay calima. La medina es animada, cómo no. Hemos escogido el coqueto riad Dar Slama, un espacio de diseño art-déco en una gran casa con patio. Y bajamos a cenar al restaurante Hammadi, una gozada de cocina en un ambiente cien por cien marroquí de antaño en el que Gonzalo y Javier tocaron como pudieron laúd y pandero con el grupo musical tradicional que ameniza la sala.

Tetuán, la más española

Tras un desayuno inmenso en Dar Slama, hacemos unas compras y vamos camino de Tetuán y su medina, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. La sorpresa más agradable de esta medina es el hotelito Blanco Riad, gestionado por una pareja española. Patio interior con fuente susurrante, habitaciones cuidadas, buena cocina. El ambiente de la medina es sorprendente, y hasta bien entrada la noche hay vida en sus calles. El legado español es todavía muy visible en Tetuán. «Barbería», «Teatro Español», «Centro de Arte Moderno de Tetuán», «Mercería» y muchos otros carteles se suceden durante el paseo. Recorrer los puestos y comercios de la medina a la caída de la tarde es un camino entre aromas y colores, y un té a la menta nos espera en el hotel.

Rabat, la ciudad imperial

La autopista nos pone pronto en Rabat, pasando por las marismas de Moulay Bouselham, donde años atrás compramos angulas a cuarenta euros el kilo y vimos a los mariscadores recoger almejas en marea baja. Rabat es la ciudad más cuidada del reino, por ser sede habitual del rey y del Parlamento. Siempre recordaré la boda de Mohamed VI, una ceremonia impresionante que tuve el privilegio de contemplar. La ciudad concentra su interés en la medina, la Kasbah de los Ouddayas, el Mausoleo de Mohammed V y el paseo del Parlamento, en el que se impone por ejemplo una cerveza Casablanca y unos cacahuetes tostados en la terraza del hotel Balima, tal vez el rincón más agradable del centro urbano. En la preciosa Kasbah de los Ouddayas, sobre el acantilado que cae sobre la ría, el lugar mágico es el Café Arabe, donde todo el mundo consume exclusivamente té a la menta y pastelitos típicos.

Al caer la tarde vamos al hotel más tranquilo de la ciudad, Villa Mandarine, un inmenso jardín de naranjos y apenas treinta habitaciones en dos alturas, regentado por una familia francesa. El restaurante es desde hace tiempo el mejor de la ciudad y tememos un clavo monumental para la cena, pero echamos un vistazo a la carta y descubrimos que Sylvain Brucato, ex segundo jefe de cocina del rey Abdalá de Jordania, asistente de Joël Robuchon y estrella Michelin, tiene una carta divina y muy abordable, así que la noche fue un dejarse mimar en esta sala preciosa con vistas a los jardines iluminados. Decididamente éste es uno de los mejores hoteles de Marruecos. Y no le hace falta subir a cinco estrellas, me refiero al gusto de una partida de billar en una sala preciosa, a su bar, piel de cebra en la pared y ambiente de safari, a un paseo por el jardín de buena mañana. En el desayuno nos visitan los pavos reales. ¿Quién da más?

Casablanca

El cuarto día seguimos hacia el sur por la costa. Uno que ha vivido años en la gran capital económica no comparte el chascarrillo de que Casablanca es la ciudad más fea de Marruecos. Quien diga eso no ha recorrido la inmensa Corniche –el paseo marítimo que comienza donde la Gran Mezquita, frente a un Atlántico precioso–. Ni el Mercado de Habbous, con todas las artesanías del país, ni el souk de las aceitunas, escondido tras una gran puerta de arco de medio punto, donde cientos de barriles de aceitunas nos sorprenden en un patio con olivos, cómo no: rellenas de ajo, de almendra, picantes de harissa o perfumadas de especias mil. Y la medina es ideal para las compras de ropa. Buenos pantalones y camisas por 12 euros. O la famosa tienda de Mustaphá, a cien metros de la Torre del Reloj, y en la que fueron sorprendidos Victor Manuel y Ana Belén comprando bolsos de marca plagiados. Y es que los artesanos de esta tienda te hacen una réplica perfecta de lo que pidas en menos de 24 horas. Se dice que reciben los catálogos de las marcas de lujo antes que los distribuidores oficiales.

A mediodía, Álvaro, Javier y Gonzalo regresan al Mercado Central, donde íbamos a comprar cuando su primera infancia. Miel de abejas en panal, pescados impresionantes -pequeños tiburones, grandes cabezas de pez espada-. Y ostras de Oualidia a un euro, que nos zampamos así, directamente en los puestos. Cuántos recuerdos. Con ellos arrancamos hacia Marrakech, que para los críos es todo un circo urbano.

Marrakech, la ciudad de Jema-el-Fnà

Sigue siendo el plato fuerte del viaje a Marruecos. Qué poco ha cambiado la gran plaza en tantos años. Sigue viva, incesante, inagotable, con sus ambientes de mañana, tarde y noche. Nosotros nos quedamos con el ambiente de la noche. Confieso que ha sido en este viaje la primera vez que nos hemos animado a cenar en los puestos populares, en esta ocasión hemos empezado por los de pescado. Rape, acedías y calamares traídos cada mañana de Essaouira, la ciudad costera. Hemos comido caracoles y habas cocidas, como miles de jóvenes y familias marroquíes hacen aquí cada día. Y repetiremos desde ahora cada vez que volvamos. Divinos zumos de naranja de tercio de litro, exprimidos delante de ti, por 40 céntimos de euro, has leído bien.

Tras el festín regresamos a nuestro refugio en la medina, que esta vez es el Riad de la Belle Époque, un capricho abordable, de propiedad española. Cada habitación lleva el nombre de una mujer de la historia. Isadora Duncan y Karen Blixen son las escogidas para esta noche de paso. De paso porque seguiremos camino del sur, mañana, tras un desayuno en la terraza, con vistas al marasmo de tejados de la medina y, a lo lejos, a la Koutoubía.

Si es tu primera visita de Marrakech deberás fichar en el Jardín Majorelle, el Museo de Marrakech con la medersa –escuela coránica, del XVII- y por supuesto el callejeo interminable por la inmensa medina cubierta.

En busca de la nieve y del desierto

De la nieve porque nos toca pasar el puerto del Tichka, con 2.260 metros y a menudo cerrado en enero y febrero por acúmulo de manto blanco y poca seguridad de la carretera en el tramo alto. En Marruecos hay dos estaciones de esquí, Oukaimeden e Ifrane (Michlifen), pero desaconsejamos el intento, necesitan modernizar instalaciones, hoy por hoy no son estaciones seguras en caso de accidente y en general resultan caóticas. Nosotros remontamos el Atlas para descender hacia Ouarzazate, la ciudad del cine, donde se han rodado Gladiator, Astérix y Obélix y muchas otras películas de éxito.

Poco antes de Ouarzazate cruzamos el río Drâa como podemos para visitar la imponente kasbah de Aït Ben Haddou, en la que se rodó Lawrence de Arabia. Con tanta evocación cinematográfica hemos decidido ir al mismo hotel con encanto que antes han elegido Angelina Jolie y Brad Pitt con sus hijos, Cate Blanchett o Ridley Scott, y que es la antigua casa del pachá El Glaoui, un edificio en adobe, del siglo XVII, en el corazón de la vieja Kasbah de Taourirt. También de gerencia española. Dar Kamar, «La casa de la Luna» en árabe, en la que nos recibe el más que amable Mohamed con su perfecto castellano. Son momentos mágicos en este precioso hotelito la caída de la noche tomando algo en su terraza, y el desayuno al amanecer, cuando los gallos multiplican su canto, como los mohecines, y las palmeras que dibuja el curso del Drâa se iluminan con el sol.

En Ouarzazate merecen la pena los estudios de cine, que se visitan, y las tiendas de artesanía y el Museo del Cine, ambos frente a la gran Kasbah de Taourirt, muy cerca del hotel.

Siguiendo al río Drâa

Y seguimos la traza de los oasis del río Drâa en busca del gran desierto. Porque Ouarzazate es la puerta del desierto, pero no del de arena, sino del de piedras, la hamada. Es 31 de diciembre y vamos a celebrar las campanadas a la manera que se pueda, en el hotel Hara Oasis, en Agdz, también propiedad de un español. Llegamos casi a las cero horas marroquíes, pero la clientela era española y han celebrado las uvas a la hora de la Puerta del Sol, así que para nosotros, que llegamos tarde y llevamos botellas de cava para todos, decidieron tocar panderos a ritmo de campanadas a las cero horas locales. Nuestras campanadas de Fin de Año más inolvidables, con uvas pasas y en un hotel de cabañas perdido en un oasis del río Dräa. El desayuno del 1 de enero lo fue en el templete en altura que domina las cabañas, el río, una gran kasbah lejana reflejada en el agua y la emblemática montaña de Agdz –que vemos varias veces en Astérix y Obélix, Misión Cleopatra–. Juan Antonio, el propietario, nos lleva al mediodía a visitar las ruinas de la antigua mezquita del enclave urbano de hace un siglo en ese oasis. Y seguimos camino a Zagora en busca de las arenas de Mahmid, el desierto de arena.

Por el camino se impone parada en Zagora para comer en el agradabilísimo y barato Hotel Kasbah Sirocco mientras los niños del pueblo recogen dátiles en las palmeras, y para hacer unas compras de cerámica verde de Tamegroute, nuestra favorita en Marruecos.

El desierto de Mhamid

Cruzamos el desierto de hamada por carretera. Soledades inmensas y pequeñas aldeas de adobe salpicadas muy de cuando en cuando por el paisaje hasta donde la vista alcanza. Juan Antonio tiene otro hotel en una aldea antes de Oulad Driss, el último núcelo habitado previo a Mhamid, donde el asfalto se acaba. Casa Juan Sahara es un fantástico refugio para descubrir la zona. Un hotel rural de adobe con todas las comodidades. Visitamos Oulad Driss, recorremos su kasbah subterránea, en la que la luz entra apenas por las callejas cubiertas que como pasillos frescos recorren la aldea. Nos cruzamos en esta oscuridad con vecinas hilando, niños corriendo, y llegamos a una gran casa que con un patio interior ofrece comidas. No nos esperaban, Juan Antonio no avisó de que íbamos con él, y la familia decide que el cuscús que acaban de hacer para ellos va a ser para nosotros. Imposible evitarlo, de nuevo la profunda cordialidad de las gentes más humildes del país, su precioso cuscús apareció en nuestra mesa.

El final de la tarde va a ser para un bautismo del desierto, con dromedarios. Estas dunas de Mhamid que comienzan en Oulad Driss, son preciosas, porque si bien las de Merzouga son impresionantes, por ser un verdadero mar de dunas infinito, éstas de Mhamid se alternan con grupos de palmeras, dando al paisaje un halo de cuento, las manidas Mil y Una Noches me vienen a la mente, de hecho así se llama el albergue en el que cogemos los dromedarios. Aquí no me daría pánico perderme, tenemos dátiles al alcance de la mano.

El desierto de Mhamid-Oulad Driss

Por esta vez terminamos el periplo familiar y regresamos de nuevo vía Tánger. Pero si los días y el presupuesto lo hubiesen permitido habríamos seguido las faldas del sur del Atlas hasta Agadir, para recorrer la bellísima costa atlántica hasta Essaouira, nuestra ciudad-fetiche, amurallada, por el mismo arquitecto que construyó La Rochelle, en Francia, donde se come en terrazas en el puerto, escogiendo directamente los pescados y mariscos recién sacados del agua. Qué magia tiene Essaouira, refugio de artistas como Jimmy Hendrix, Cat Stevens o un Rolling Stone que nadie me sabe confirmar. Hoy refugio de sabios centroeuropeos que un día compraron billete sólo de ida.

Y subiríamos hasta Oualidia, tal vez la mejor playa de Marruecos para el baño, protegida del oleaje por dos grandes islotes y en la que la ría aporta el agua templada cuando la marea baja. En Oualidia hay que alojarse en el Hippocampe, un hotel-jardín a pie de playa lleno de sabor de antaño, de cuando ni los marroquíes sabían que Oualidia existía. ¡Qué ostras comerás en Oualidia!, y qué centollos, braseados en las mismas rocas por hombres del mar. Por la mañana, en la playa, los pescadores venden el género casi vivo en las barcas, mediante puja a gritos, una escena ancestral.

Y si tuviésemos más días subiríamos al Toubkal, la segunda montaña más alta de África, porque en un viaje anterior nos quedamos a 3.000 metros porque Álvaro era demasiado pequeño. Alojados en Le Sanglier qui Fume (el jabalí que fuma), un delicioso hotel con chimenea de leña en cada habitación y cocina francesa-marroquí a precios de otra época. Y seguiríamos a orillas del embalse Lalla Takerkoust para hacer noche romántica en Le Relais du Lac, para dejarnos cuidar por Jean-Charles bajo un cielo de estrellas que ilumina el paisaje. Jamás hemos visto más estrellas que en este hotel, de madrugada.

En resumen vuelvo al principio, Marruecos es un parque de atracciones, al que sumaría los monos del bosque de cedros de Ifrane, las dunas de Merzouga, el mercado semanal de Rissani, la imponente medina medieval de Fés con sus artesanías y sus arcaicos curtidores, las ruinas romanas de Volubilis, las playas del Mediterráneo al este de Tetuán, la medina de Meknés con sus artesanos del damasquinado… un universo exótico y amable que en nuestro caso y en fechas navideñas han venido muy bien a nuestros hijos, incluso para jugar al fútbol con niños en el desierto, la mitad descalzos pero con la sonrisa fácil que es parte del paisaje humano del país.

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