La Iglesia beatifica hoy a don Justo Takayama, el «samurái de Cristo»

Este señor feudal renunció a sus posesiones y murió en el exilio por la persecución religiosa de hace cuatro siglos en Japón

Corresponsal en Asia Actualizado: Guardar
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Que un samurái llegue a los altares es, además de un milagro, una rareza histórica. Pero es que la vida de Justo Takayama Ukon fue tan excepcional que supone un caso único en la Iglesia japonesa. Apodado el «samurái de Cristo», este noble nipón del siglo XVI es beatificado este martes en Osaka por el martirio que sufrió durante la persecución del cristianismo desatada en su país en esa época. Al contrario que los otros 42 santos y 393 beatos de Japón, mártires que entregaron su vida por su fe entre 1603 y 1867 y son venerados en conjunto, Justo Takayama sube a la gloria de forma individual, no en grupo con los demás. Aunque el nuevo beato no fue ejecutado como los otros, sí tuvo que renunciar a su posición social y sus riquezas y falleció pocos días después de exiliarse en Filipinas por el tormento que padeció al no renunciar a sus creencias religiosas.

Nacido en 1552, tres años después de que el misionero jesuita español San Francisco Javier llegara a Japón, Takayama fue bautizado a los doce años por orden de su padre, un señor feudal que se había convertido al cristianismo y le dio el nombre latino de Justo. Como «daimio» (señor feudal), su progenitor y él tenían gran poder y lo usaron para proteger a los misioneros católicos que propagaban la palabra de Dios, contribuyendo con su autoridad a la evangelización de Japón.

Pero en 1587, cuando el samurái tenía ya mujer y cuatro hijos a sus 35 años, el canciller de Japón, Toyotomi Hideyoshi, lanzó una dura campaña contra los cristianos y expulsó a los misioneros, obligando a los católicos japoneses a abandonar su fe. Aunque muchos «daimio» obedecieron, Justo Takayama y su padre se mantuvieron firmes y prefirieron abandonar sus tierras y mendigar como vagabundos antes que abjurar de su religión. Gracias a sus amigos de la nobleza, Takayama y su familia vivieron casi dos décadas relativamente seguros bajo su protección. Pero a finales de 1614, cuando el cristianismo fue finalmente prohibido en Japón, él y otros 300 católicos se vieron obligados a marcharse de su país para exiliarse en Filipinas, entonces colonia española.

Tras recibirlo con honores militares y religiosos en Manila, las autoridades españolas le ofrecieron a don Justo unirse a una invasión de Japón para proteger a los católicos. Takayama rechazó la oferta y, solo 40 días después, falleció en febrero de 1615 tras haber caído gravemente enfermo debido a las secuelas que venía padeciendo por su persecución. Enterrado en Manila, donde lo recuerda la estatua de un samurái con catana y crucifijo, don Justo Takayama ha sido popularmente venerado desde entonces por su santidad.

De hecho, el primer intento de beatificación tuvo lugar en el siglo XVII, poco después de su muerte, y el segundo en 1965, pero ninguno prosperó. El último, que sí ha tenido éxito, arrancó en 2013, cuando la Conferencia Episcopal japonesa envió una solicitud de 400 páginas a la Congregación para las Causas de los Santos.

«No quería luchar contra otros fieles y prefirió una vida pobre para ser fiel al cristianismo», explicó a la Agencia Católica de Informaciones el Postulador General de la Compañía de Jesús, el padre Anton Witwer, después de que el Papa Francisco aprobara en enero del año pasado el decreto que reconoce su martirio. A su juicio, su vida es un ejemplo de «fidelidad a la vocación cristiana pese a todas las dificultades» para los 450.000 católicos que hay en Japón, una pequeña comunidad que solo supone el 0,3 por ciento de la población en un país con 127 millones de habitantes.

Para propagar este fe, la Conferencia Episcopal nipona se ha venido esmerando desde hace un año en los preparativos de la beatificación de don Justo Takayama, que será oficiada en Osaka por el cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. Cuatro siglos después de su calvario, el «samurái de Cristo» es por fin elevado a los altares.

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