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Temporada plana y exigua en El Puerto

El reducido número de festejos programados se intentó justificar por las obras de la plaza, pero hubieran tenido cabida varios espectáculos más en los tres fines de semana

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Exigua en recorrido y plana en contenidos ha resultado la recién concluida temporada taurina en el coso portuense. Como ya se advirtió en la presentación de los carteles, la composición de éstos parecía responder más a complacer presiones y exigencias de despachos que a satisfacer demandas reales de los aficionados, cuya voz y preferencias parece que nada interesan. E

l reducido número de festejos programados se intentó justificar con el carácter inexorable de las inmediatas obras que se habrían de acometer en la plaza. Pero, aún aceptando su inaplazable ejecución en estas fechas estivales, se han dispuesto de tres fines de semanas completos en los que hubieran tenido cabida varios espectáculos más. Si no se han dado es porque no se ha querido.

Lo cual, por otra parte, resulta más que comprensible desde el punto de vista empresarial. Porque el público, desde hace ya bastante tiempo, abandonó la bendita costumbre de acudir con asiduidad a la Plaza de toros de El Puerto.

Todos conocemos a muchos aficionados que dejaron de ir a los toros porque el tipo de espectáculo que le ofrecían distaba mucho de colmar sus expectativas de grandeza, verdad y emoción, que sólo en la palpitante singularidad de esta fiesta, sin menoscabos de su integridad, esperaban saciar. Aquí radica el núcleo de la cuestión. Se puede mirar hacia otro lado y seguir buscando excusas, como hasta ahora, o tomar de una vez al toro por los cuernos e intentar la recomposición de las anquilosadas estructuras que rigen de manera ominosa, anacrónica y dictatorial la tauromaquia. De la actitud que se adopte dependerá la subsistencia o no de este espectáculo.

A mejorar

Para que el aficionado pase de forma masiva por taquilla es necesario ofrecerle funciones con toros cuya presencia, casta y fortaleza los conviertan en acreedores del sin par apelativo que los define como bravos. Pero además, al espectador de una corrida de toros hay que garantizarle un mínimo de comodidad. No resulta admisible que bien entrado el siglo XXI aún se siga estabulando al público en pétreos, incómodos y decimonónicos tendidos, cuyos angostos escaños e inexistentes pasillos convierten en un suplicio la permanencia inmóvil sobre ellos durante dos horas y media de espectáculo.

Enojosa circunstancia que convierte en aún más hiriente lo excesivo y oneroso del coste de la entrada. Todo tipo de recinto que alberga multitudes ha evolucionado con el tiempo y ni en campos de fútbol de regional se observan ya gradas de piedra. Pero el mundo del toro parece que vive a parte, ajeno a toda preocupación por una mínima comodidad de sus clientes. Por lo que, aprovechando las numerosas y sucesivas obras que, por fortuna, se emprenden en el coso portuense, no estaría de más afrontar este apartado.

Números engañosos

Por lo demás, en los cuatro festejos celebrados, desglosados en tres corridas de toros y una de rejones, se cortaron la friolera de dieciséis orejas y se presenciaron cinco salidas a hombros por la Puerta Grande. Cualquiera diría, con estos números, que la temporada consistió en un prolongado deleite de la quintaesencia de la tauromaquia. Pero nada más lejos de la realidad, pues tan abultado marcador obedeció tan sólo al carácter festivo y benévolo mostrado por el público y a la actitud dadivosa y condescendiente del palco presidencial. Quien sólo en una ocasión traicionó su propio criterio de irreflexiva generosidad para negar el segundo trofeo a Padilla. Con lo que se ganó una sonora bronca del respetable, poco acostumbrado a que sus demandas de premios no sean de inmediato correspondidas.

Inauguraba el ciclo una descastada, parada y mal presentada corrida de Juan Pedro Domecq, con la que triunfaron Enrique Ponce y Manzanares tras sendas faenas sin demasiado relieve y en la que Morante sólo pudo apuntar leves destellos con el capote. Encastados y nobles resultaron los serios ejemplares de Salvador Domecq, lidiados la noche del 8 de agosto por unos animosos Padilla y Fandi, que derrocharon arrojo y variedad en la verificación de los primeros tercios, y por un decepcionante Paquirri. Fue un buen encierro de esta vacada gaditana, que se marchó al desolladero sin ser toreado en la plenitud que sus óptimas cualidades demandaban.

Ni la mitad del aforo llegó a cubrir el público congregado para presenciar el festejo de rejones. Lejos quedan ya los llenos asegurados en este tipo de espectáculos ecuestres. La función de este año consistió en una especie de tumulto équido, configurado por seis jinetes, entre los que destacaron Fermín Bohórquez, que se despedía, y Leonardo Hernández, que cortó dos orejas. La corta temporada estival se abrochaba con una inexplicable encerrona de Castella, en un festejo que vino marcado por el pobre juego de las reses escogidas para la ocasión. Sólo los dos últimos toros permitieron al francés esbozar livianos apuntes de su repertorio y salir con ello por la Puerta Grande.

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