Los secretos del convento de San Leandro: así viven las agustinas

Este histórico edificio, que alberga obras maestras de Martínez Montañés y Jerónimo Hernández, pasa por un momento crítico, pero las monjas endulzan los problemas con su actitud... y con sus yemas

El claustro del convento, con la canasta de baloncesto en uno de sus laterales A.G.

ALBERTO GARCÍA REYES

«Llegamos a este sitio desde otro que tenía un nombre horrible, el Degolladero de los Cristianos , porque nos pasaban a cuchillo», explica con un tono claramente socarrón Sor Natividad Rodríguez , la abadesa de San Leandro, durante uno de los pocos reposos que hay entre sus carreras de un extremo a otro del convento. El silencio que desprenden los muros conventuales hacia el exterior no permiten hacerse una idea, ni siquiera aproximada, de la intensa actividad interior . La única forma que las monjas tienen de salvar ese patrimonio es trabajando a destajo en las cocinas friendo pestiños , amasando magdalenas y acariciando yemas . El torno es su salvación. Cada vez que gira, San Leandro se aleja un paso del degolladero de las termitas , que es su actual amenaza. Sor Natividad es una sevillana jocosa que nació precisamente donde las agustinas habían fundado el convento en 1295, en la Ronda de Capuchinos . Lleva cincuenta años entre esas paredes, ofrecida a Dios en clausura junto a otras 17 mujeres, 15 de las cuales proceden de Kenia y de Tanzania . Cuando nos abre la puerta, pocos minutos después de las doce de la mañana, hay cola en el compás. Huele a masa desde la Pila del Pato . Y en San Ildefonso hay un goteo incesante de fieles que van a arrodillarse ante el Cautivo. Al acceder al claustro, una perrilla de agua festeja nuestra presencia con saltos y ladridos. Se llama Casia , en homenaje a la célebre agustina Santa Rita, y también ha consagrado su vida a la clausura. Tiene cinco años y jamás ha estado fuera del convento. Es la alegría de la casa. El pasatiempo de las monjas.

La perrita Casia, jugando en la iglesia A.G.

Casia dirige la visita. Las hermanas la adoran porque gracias a ella no hay ratas y porque sabe rezar . De hecho, las acompaña en sus oraciones diarias. El claustro, que parece un inmenso tablero de ajedrez, huele a fregasuelos. La perra bordea la fuente central, presidida por el corazón llameante atravesado por flechas que simboliza a la comunidad agustina, y en el lateral se yerguen dos canastas de baloncesto . Las monjas keniatas, altísimas, juegan todos los días un partido de cinco a seis de la tarde. Varios macetones de aspidistras delimitan la cancha. Por ese flanco se llega a la iglesia, única parte del convento junto al compás que tiene contacto con el exterior. Acaban de traer las tres reproducciones de Murillo que se llevaron los franceses. Y el retablo de San Juan tallado por Martínez Montañés está impoluto. Nada invita a sospechar que tras esta obra maestra, perfectamente conservada gracias al celo de las monjas, hay un envés tan preocupante. La Casa del Portero se cae. Necesita una inversión urgente de 110.000 euros . La humedad en el coro alto es angustiante. Y las termitas están devorando peligrosamente la madera, sobre todo en la zona de las celdas, la más próxima al huerto que da a la Casa de Pilatos. Pero la abadesa no tiene el menor síntoma de desesperación. Es tan sevillanísima que cuando hay que tocar temas serios, bromea. Si sonríe, malo. Motivo de preocupación.

La cocina, con los pestiños en la sartén y las magdalenas en el horno A.G.

Casia nos lleva al Refectorio , donde hay varios paños de azulejos del siglo XVII abofados. Es como si la pared llevara cuatrocientos años comiéndose el almuerzo de las monjas y hubiera echado panza. Pero el aspecto, a pesar de los defectos, es hermoso. Porque los muros conservan el ingrediente más importante de la cocina: el tiempo. Huele que alimenta. Al fondo, un inmenso lienzo representa la Sagrada Cena . Todos los días se sirve el cordero de Dios. Al otro lado hay una escultura de San Leandro, obra de Jerónimo Hernández . La perra ladra porque nos hemos entretenido en ese ensueño. Quiere enseñarnos el espacio más importante para ellas. El coro . La sala de estar de las hermanas. Las mantas, las estufas y los libros de salmos colocados a la ligera en cualquier parte desvelan que allí es donde las monjas hacen su vida cotidiana. En una de las caras del facistol se ha quedado abierto un libro por la lectura del viernes de la trigésimo cuarta semana del Tiempo Ordinario. La profecía de Daniel. La del león con alas de águila, el leopardo alado de cuatro cabezas y la fiera con diez cuernos. Todos esos animales sucumben ante el correteo de Casia por nuestras piernas. Nos queda por ver un lugar mágico. Y ella nos apremia. Se trata de una calle antigua que se integró en el convento . La calle Viva. Durante el siglo XVIII las casas de esa callejuela se incorporaron como dote. Y ahora componen una pequeña aldea interior, blanca, deslumbrante. A un lado hay un escueto patio, el de San Pablo, con camelias, magnolias y un ficus que trajo desde Tanzania una de las religiosas de la congregación. Al otro están las celdas, a las que ellas llaman cuadretas . En medio, las cocinas. El ajetreo. El salvavidas. Los huevos de las gallinas que cacarean en el huerto, junto al pozo, no bastan para cubrir la demanda. Sor Natividad no lo oculta: « Nos cuesta mucho llegar a fin de mes y tenemos que hacer filigranas». Como cualquier familia. Pero las agustinas tienen una ventaja. Dios vive con ellas. Arbitra todos los días los partidos de baloncesto en el claustro, con Casia ladrando en las faltas personales.

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