¿Cuáles eran los síntomas de la peste y cómo se combatió en Sevilla?

Los galenos reconocían su incapacidad para curar la enfermedad y aplicaban los remedios más variopintos

Grabado en el que se muestra a un sangrador atendiendo a un apestado ABC

M. J. PEREIRA

«La peste en Sevilla», el libro del catedrático Juan Ignacio Carmona García que recoge todos los brotes habidos en la ciudad a partir de 1350, describe los distintos síntomas que presentaban estos enfermos, en función de que tuvieran la peste pulmonar, la bubónica o la septisémica. Como hasta finales del siglo XIX no se conoció que la verdadera causa de la peste era un bacilo que se transmitía por la picadura de pulgas, hasta entonces los médicos actuaban casi a ciegas y el sentir generalizado era que se trababa de «un castigo divino», según este historiador.

La peste podía darse en tres formas pero no se excluían entre sí, siendo factible que se presentaran de modo sucedido en el transcurso de una epiemia. La variedad pulmonar o neumónica, con una letalidad del 90% , actuaba rápidamente y la muerte podía llegar en sólo dos o tres días. El mal invadía el cuerpo por vía mucosa (no por la picadura de la pulga) y se contagiaba por la tos o al respirar aire ya contaminado. ¿Qué síntomas tenía? Fuerte bronquitis, dolor torácico, respiracion irregular y bronco pulmonía herrorrágica con expectoración espumosa, según Carmona García. Al contrario de la peste bubónica, para desarrollarse necesitaba calor y gran humedad ambiental, por lo que era más típica de los países fríos.

Fiebre de 42 grados

En cuanto al cuadro clínico de la peste bubónica, los primeros días el enfermo tenía fiebre continua y en ascenso, alcanzando hasta los 42 grados. El apestado tenía fuertes dolores de cabeza, vómitos, pulso rápido, dilatación de la pupila, delirios... «Se sentía sequedad en la boca y la lengua se sonrojaba en la punta y en los lados, mientras que su centro adquiría un color blanquecino. Al segundo o tercer día aparecían los típicos bubones como consecuencia de la tumefacción de los linfocitos que eran atacados por el bacilo allí donde se había producido la picadura de la pulga infectada», indica este catedrático, quizá el mayor especialista en los distintos brotes de peste que han azotado la ciudad. La inflamación de los ganglios se mostraba sobre todo en la ingle, axilas y el cuello y aparecían manchas en la piel ocasionaas por la hemorragias. Los bubones terminaban por endurecerse y comenzaban a supurar, siendo eliminados espontáneamente o por intervención quirúrgica. La letalidad de esta peste alcanzó de media el 60%, aunque en los primeros días era el 90%.

Bubones

Si los bubones no aparecían pero se tenían los mismos síntomas se trataba de la modalidad de peste septicémica, más mortífera que las otras dos variedades, ya que el bacilo Yarsinia se diseminaba por todo el organismo partiendo de los ganglios o el pulmón. Como aparecían placas de color negro azulado por el cuerpo llegó a denominarse «mal negro» a este tipo de peste. La letalidad eran del 100% y la muerte llegaba a las 24 o 30 horas desde el inicio de la enfermedad.

Al no saber que era un bacilo que portaban las ratas y que se transmitía por la pulga de esos roedores, en las distintas epidemias registradas en Sevilla desde el siglo XIV los médicos daban palos de ciego, llegando a admitir en numerosos escritos su incapacidad para atajar la enfermedad. Para la Iglesia la peste era un castigo divino y trataba de combatirla con procesiones y rogativas; otros creían que eran producto de una conjunción astral; para algunos galenos, la peste se contagiaba por miasmas, y no pocas personas creían que se transmitía por la mirada.

Grabado que muestra la vestimenta de los doctores que asistían a los apestados ABC

Purgas y sangrías

De poco servían las p urgas y sangrías, la ingestión de orines, las pomadas caseras o las matanzas de caballos, gatos o perros, porque esas medidas no iban en la dirección adecuada, según apunta Juan Ignacio Carmona García en su libro «La peste en Sevilla». Era común quemar también hierbas aromáticas para purificar el ambiente o usar azufre para combatir la contaminación del aire. Lo que realmente fue útil en aquella época fue quemar la ropa, pieles y alfombras de apestados, ya que acababan con los pulgas que transmitían la peste.

Como el bacilo causante de la peste bubónica se desarrollaba fácilmente con temperaturas entre los 25 y los 34 grados, quedando inactivo a las tres o cuatro horas de su exposición a la luz solar cuando había un bajo grado de humedad atmosférica, la enfermedad tenía casi siempre el mismo comportamiento en la ciudad: s e activaba en primavera y desaparecía con la llegada del calor intenso en verano .

En Sevilla murieron de la peste de 1649 más de 60.000 personas , según las estimaciones más conservadoras. Sólo en el hospital de la Sangre -las Cinco LLagas- entraron 26.700 enfermos y murieron 22.900, por lo que no llegaron a 4.000 los que sobrevivieron al «mal negro». De los seis médicos que trabajaron durante la esa epidemia en el Hospital de la Sangre sólo quedó uno al final del brote; de los 19 cirujanos quedaron vivos tres y de los 56 «sangradores» sobrevivieron únicamente 22. Estas cifras dan idea de lo mortífero que era el bacilo que provocaba la enfermedad.

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