Lo que John Ford esconde en «Centauros del desierto»

El protagonista se alistó en la milicia para alejarse del escándalo. Perdió la guerra y buscó más sangre en esa fábrica de conflictos que es México. El rudo y racista Ethan Edwards es un perdedor enamorado de la esposa de su hermano

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«John Ford, John Ford y John Ford», diría Orson Welles al ser preguntado sobre los que a su juicio eran los tres mejores directores del cine. No tan lejos, habría contestado el propio Ford con mirada amenazante. No tan lejos y no tan rápido: «Espero que se me recuerde simplemente como un tipo que hacía westerns», afirmó en una ocasión. Pero evidentemente eso no es posible, porque el maestro de los planos fue más que eso. Él lo sabía. Fue un pionero del cine que, después de una decena de películas de este género, filmó en 1956 su western más incomprendido, y para algunos el más brillante, «The Searchers», que fue traducida libremente en España como « Centauros del desierto

».

La película protagonizada por John Wayne, el Duque del cine, acostumbra a liderar la mayoría de listas sobre los mejores westerns e incluso la de mejores películas norteamericanas de todos los tiempos. Sobre sus primeros 45 minutos hay una suerte de consenso al afirmar que son brillantes, pero a partir de este punto, y salvando la sublime escena final, incluso los fanáticos de Ford ven turbulencias. Por alguna extraña razón la película se convierte por sorpresa en una comedia costumbrista y desordenada. Tiene entonces virtudes, que recuerdan a otra obra maestra como es «El hombre tranquilo», pero también defectos que alertan de que algo pudo salir mal. Eso es. Tal vez algo salió mal en los planes del perfeccionista director estadounidense.

¿Redujo el guión sobre la marcha? ¿Sufrió las presiones de los estudios para hacer algo más comercial? La película dividió a la crítica y a los seguidores de Ford. Sin ir más lejos, a un admirador tan destacado como fue el director británico Lindsay Anderson le pareció una obra fallida y cargó duramente contra el racismo galopante del héroe protagonista (más bien antihéroe): «¿Qué clase de director es ahora Ford, con un héroe como éste?».

Y es que incluso esos primeros 45 minutos tan elogiados presentan anomalías respecto a lo que había sido tradicionalmente la forma lineal de contar historias de Ford. El relato está lleno de elipsis y se cuenta más por lo que se sugiere que por lo que ocurre. Al director de orígenes irlandeses no le gustaba alargar las escenas explicando lo obvio; solía agarrar en estos casos el bisturí (a veces la sierra eléctrica) para aligerar los guiones. En muchas de sus obras está presente este amor por la economía de recursos. Pero nunca tanto como en «Centauros del desierto», donde el relato de fondo es tan rico en detalles y subtramas que merece la pena reconstruirlo valiéndose de las sutilezas y de la propia novela en la que se basa la cinta.

Veamos quién es realmente Ethan Edwards.

Un perdedor de dos guerras y un forajido

El film comienza con un jinete que se acerca a una cabaña en medio de un paisaje desértico. Una mujer sale a recibirle a la puerta. Y no tarda en reconocerle. Es Ethan Edwards, el hermano de su marido, que regresa a casa tres años después de combatir en la Guerra de Secesión americana. Lo que hizo entre la guerra y su regreso es un misterio, así como el objetivo de su vuelta. Todo aquello importa poco, porque ese mismo día se ve obligado a salir en busca de una tribu comanche que ha atacado al ganado de un vecino. Cuando él y una banda de exploradores dirigida por el reverendo capitán Johnston Clayton están lo bastante lejos, se dan cuenta de que el primer ataque fue un ardid para asaltar, violar y secuestrar en su ausencia a la familia de Ethan. En los siguientes cinco años, Ethan Edwards buscará con obsesión a la única miembro de la familia que ha sobrevivido, Debbie, su sobrina pequeña,

Esto es lo que se ve a simple vista en la película. Lo que únicamente se insinúa es el pasado de Ethan. ¿Qué hizo tras la guerra? ¿Por qué se alistó? ¿Cómo es la relación con su hermano? Parece que estamos frente al retrato de un perdedor. Un hombre que se enamoró de la esposa de su hermano hasta que el amor secreto se hizo público. Martha (Dorothy Jordan), su cuñada, le mira y le besa con dulzura a su llegada a la cabaña. Luego huele y acaricia su capote de soldado confederado, mientras que el capitán reverendo Samuel Johnston Clayton (Ward Bond), conocedor de la historia de amor fallida, prefiere mirar hacia otro lado. Sabe que aquello no tiene ya remedio.

Se alistó en la milicia para alejarse del escándalo. Perdió la guerra y buscó untarse con más sangre en esa fábrica de conflictos que es México. Uno de los presentes que le da a la niña antes de que sea secuestrada, una medalla en forma de cruz, revela que combatió en el bando de Maximiliano de México, otro perdedor de la Historia.

Después de ese nuevo revés está claro que luchó contra tribus indias, a las que odia con obsesión y conoce muy bien. Conoce su lengua y sus costumbres, como demuestra al disparar a los ojos del cadáver de uno de los hombres que asesinó a su familia: «Sin ojos no puede entrar en las praderas del espíritu. Debe vagar eternamente en el viento de los tiempos». Y hasta tal punto llega su odio hacia ellos, incluso antes de que secuestren a su sobrina (¿tal vez hija ilegítima?), que desprecia a un joven con sangre india unido a su familia desde niño, Martin Pawley (Jeffrey Hunter). En otro tiempo le salvó y le acogió en su casa; ahora, simplemente, le mira con desconfianza.

No se puede ignorar que se trata de un tipo racista; lo cual no significa que la película lo sea, como se ha llegado a insinuar tantas veces. Tan solo es el reflejo de una época cargada de prejuicios y que, aparte de las heridas sin curar de la Guerra de Secesión, resulta de décadas de lucha encarnizada entre indios y colonos. Más allá de lo que se ha escrito, John Ford siempre se caracterizó por ser premeditadamente enigmático y por parecer más tosco de lo que era en verdad. La mínima aproximación a su biografía da cuenta de sus profundas convicciones demócratas, su cultura y su empatía por las causas nobles y los oprimidos.

Las motivaciones de los indios en « Centauros del desierto» son las mismas que la de los colonos: proteger sus tierras y a sus gentes, y vengarse de las personas que les causaron daños en el pasado. Y mientras que las fechorías del Ejército americano son presentadas con detalle, las de los indios se quedan en el anuncio previo. No se llega a ver cómo asaltan la casa del hermano de Ethan; ni tampoco cómo matan a su sobrina mayor... John Ford no quisiera echar más leña al fuego.

Otro objeto que revela el pasado de este héroe atípico son las monedas de oro recién acuñadas que porta consigo. Tras sus derrotas, el veterano de guerra se convirtió en un forajido y en un ladrón de bancos de la frontera. Esas monedas formas parte del botín. O al menos así lo sospecha el hermano cuando decide esconderlas con prisa. No sorprendente, por tanto, que aquel hombre fuera de la Ley se obsesione tan fácilmente con la venganza y que persiga con neurosis una misión tan oscura como es la de, no ya rescatar a su sobrina, sino matarla por haber vivido tanto tiempo entre indios.

Es un derrotado con ansias de involucrarse en más guerras imposibles de ganar. Un Ulises sin hogar al que volver. Que se ve sumergido en una venganza junto al otro miembro de la familia más ajeno. El joven de sangre india que duerme junto a la puerta, sin parentesco real. Ambos viven en el umbral entre dentro o fuera de familia, aunque el más joven termina la película entrando en una nueva casa. Ethan, no. Ulises perdedor no llega a entrar en la escena final.

Primero hace amago de cobijarse; luego se sujeta el codo derecho con su mano izquierda, en una pose muy característica del actor Harry Carey (fallecido años antes y muy amigo de Wayne); y finalmente da la vuelta. La silueta de Ulises alejándose en un hermosísimo plano desde el interior es lo último que Ford quiere mostrar.

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