Crítica de El secreto de Marrowbone: Fantasmas en el ático

La primera película como director de Sergio G. Sánchez, habitual guionista de J. A. Bayona, cuenta una historia con un pie en el cine de terror y otro en el desajuste y violencia familiar

Oti Rodríguez Marchante

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El secreto de Marrowbone

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Un caserón con desván lleno de historia y ruidos, cuatro hermanos acechados por un presente complicado, un pasado rastrero y unos dramas con aristas y trazas psicológicas, una historia con un pie en el cine de terror y otro en el desajuste y violencia familiar.

La primera película como director de Sergio G. Sánchez, habitual guionista de J. A. Bayona (aquí productor), tiene un magnífico empaque y una buena puesta en escena, con cierto clima de cuento gótico, y con una lucha constante entre el bien y el mal, personificado en la figura del padre ausente y presente. La trama dosifica bien la amenaza, el secreto a descubrir, la información que oculta y la que revela, la fantasía y la realidad, y el director “trampea” con pulso americano el desarrollo y los caracteres de los cuatro personajes, casi niños, que han de soportar a los fantasmas de su pasado aporreando en su presente.

Tanto sorprende «El secreto de Marrowbone» por su potencia visual y su preciso mecanismo, como, también, por su falta de pegada emocional (hay «algo» desaprovechado, el miedo, el dolor, la culpa…, que no le facilita al espectador inmiscuirse en la hondura del drama) y por su innecesaria caída en ciertos clichés de género. Lo mejor, dentro de ese elegante envoltorio, es lo que transmite de monstruosidad del mundo adulto y de ensueño y blancura del mundo infantil, y de pared rota entre lo vivo y lo muerto.

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