Hasta el último hombre (****): Mel Gibson funde guerra y paz

«Narra este relato bélico de un modo espectacular e hipnótico, con unas escenas de batalla brutales, dolorosas, espantosas»

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Hay varios detalles que unen a Mel Gibson con Clint Eastwood, además, claro, de que ambos, y cada uno a su estilo, son para el progre de manual como una ristra de ajos para el Conde Drácula. El cine del director Mel Gibson, a pesar de merecerlo, no ha tenido aún la virtud del de Eastwood y de que se lo coman con patatas sus agresivos (casi tanto como él) detractores. En esta película, Gibson se fija en un héroe anodino, como el Sully de Eastwood, un hombre que guiado por sus principios y su intuición y valor consigue situarse en ese lugar en el que el ser humano es un paladín y un salvador para los que lo rodean.

Cuenta la historia real de Desmond Doss, un joven médico militar, objetor de conciencia de verdad, o sea, de conciencia, que se alista en la II Guera Mundial y participa en el terrible desembarco de Okinawa.

Mel Gibson es apocalíptico hasta el justo extremo, pero también es integrado, o su cine lo es en un sentido clásico, y narra este relato épico y bélico de un modo espectacular e hipnótico, con unas escenas de batalla brutales, dolorosas, espantosas, con una descriptiva cirugía de lo bélico a la altura de la célebre secuencia inicial del Soldado Ryan, y estructura su historia en tres partes, las circunstancias biográficas de Doss, su difícil y traumático adiestramiento militar y la de epopeya bélica.

El talento de Gibson para modelar una historia profundamente antibelicista mediante el más sangriento de los espectáculos es enorme y provocador (como lo era en su acercamiento a la Pasión de Cristo) y se entiende que alborote ese manojito de ideas en racimo que tiene la sociedad sobre la fe, el patriotismo y la actitud consecuente entre lo que se piensa y lo que se hace. Su personaje, Desmond Doss, está cinematográficamente sublimado en la pantalla, no duda, cree y actúa con una coherencia ética que desarma a amigos y enemigos, y aún lo hace más cercano, comprensivo y real la pinta y la traza de membrillo que le otorga el actor Andrew Garfield. Nadie le dará un Oscar por su tremendo cosido de las contradicciones que afronta y resuelve, y por supuesto a Gibson, tampoco, a pesar de coser a su vez con remiendos y zurcidos (incluso con ciertos festones de sentido del humor) una de las películas de guerra más impresionantes que se han hecho nunca.

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