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«Las Furias» (**): Todo queda en familia

La ambición del director era grande y cuando se equivoca también lo hace a lo grande

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Miguel del Arco es un más que reconocido hombre de escena y su desembarco en el mundo del cine se esperaba con lógica expectación. Si el resultado no convence, cabe reconocerle al menos que su ambición era grande y que cuando se equivoca también lo hace a lo grande, como lo demuestra el tramo final de su película que puede servir para convertirla en un involuntario film de culto a la inversa.

El esquema del que parte es adecuadamente teatral, lo que no quiere decir que produzca «claustrofobia» porque se hace buen uso de una mansión y unos hermosos paisajes norteños. Digo teatral porque evoca ese recurso antiguo de juntar a una serie de personajes en un espacio simbólico y emocionalmente cerrado, como en aquella noche de verano shakespeareana o en «La señorita Julia», para que al contacto salten las alarmas y comparezcan todos los demonios particulares.

En este caso se trata de la reunión de una familia tan disfuncional como cualquier otra pero cuyos miembros empiezan a hiperventilar dramáticamente por exigencias de un guión que, como en un rancio folletín y sin asomos visibles de ironía, acelera las revelaciones y precipita los acontecimientos según se aproxima el climax (y hay más de uno, como en esas películas de supervillanos que no saben cómo acabar) hasta arribar a un tour de force que puede parecer sublime o, más probablemente, ridículo.

Quizá lo que quería Del Arco era jugar con ambos polos del exceso, pero acaba gastando la paciencia del espectador contemporáneo que quizá sólo podría aceptar tanto drama con una pizca de distanciamiento.

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