Crítica de Hannah: Retratos de soledad

Este vaciado de la ficción clásica nos deja encerrados con el solo juguete de la observación, de la importancia de los sonidos y de la temporalidad

Charlotte Rampling en una escena de «Hannah»

ANTONIO WEINRICHTER

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Es uno de los procedimientos recurrentes de cierto cine contemporáneo: seguir de forma minuciosa y estrecha a un personaje en el curso de lo que se configura como una rutina cotidiana, a menudo sin dar mayores explicaciones (en Hollywood no pueden evitar insertar algún flashback) y sin incurrir en lesa psicología. Este vaciado de la ficción clásica nos deja encerrados con el solo juguete de la observación, de la importancia de los sonidos y de la temporalidad, frente a los «obsoletos» placeres de la vieja dramaturgia.

En el caso de esta «Hannah», el director cuenta con un as adicional en la manga: el protagonismo de Charlotte Rampling quien pasados los 70 mantiene su fotogenia (en el sentido cinematográfico de Epstein y compañía, no se trata de guapuras). La vemos andando y sin andar; en su clase de baile o cogiendo el metro; en su trabajo limpiando una casa ajena; o comiendo en silencio con un hombre (¿marido, hermano? No esperen más información), tan en silencio que cuando luego le acompaña de regreso a la ¿cárcel? no parece echarle de menos… Fiarlo todo a la presencia de una estrella, que sólo rompe su máscara hierática en algún momento de intensa pena, no justificará el desplazamiento para muchos espectadores poco familiarizados con este cine minimalista. Demasiados planos del rostro de Charlotte, pero uno esperará en vano un climax como el magnífico final de su anterior «45 años».

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