Crítica de La casa torcida: Agatha Christie con ansiolíticos
El cine no ha sabido encontrarle el punto exacto a la letra de las novelas de la gran dama del crimen
Las novelas de Agatha Christie era lo más parecido a un videojuego que se podía encontrar a mediados del pasado siglo, y se pasaban hojas como hoy se pasan pantallas . Y el caso es que el cine no ha sabido encontrarle el punto exacto a la letra de sus novelas: uno se bebe la intriga en los originales literarios, mientras que ha de masticar (incluso suele hacerse «bola») sus adaptaciones cinematográficas . Y esta, «La casa torcida», una de las obras preferidas de Christie, no es especialmente afortunada, a pesar de que la puesta en escena, la ambientación y los personajes permitían una carambola perfecta a tres bandas.
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Del asesinato de Arístides Leonides, patriarca de una familia enteramente sospechosa, se encarga el detective palomino que interpreta Max Irons, una gaseosa abierta ayer, y la narración (el «quién ha sido» habitual) también permite que la atmósfera se escape por los diversos «pffff» de un globo pinchado, a pesar de que tapa algún agujerillo la presencia siempre escamante de Glenn Close y de la abundancia de contoneos de Christina Hendricks. Todavía procura cierto interés, o intríngulis, si no se conoce la obra original, pero es inimaginable sacarle algo de carne a ese hueso si ya se sabe quién es el asesino en esta historia sin mayordomo.
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