Javier Rubio - CARDO MÁXIMO

El grito

Acaso si aprendiéramos a suspender los juicios hasta haber examinado las pruebas, habríamos ganado bastante

Javier Rubio
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De todo el episodio de la presunta agresión a un menor de edad en el colegio por parte de otros compañeros debiéramos extraer algunas lecciones ya que resulta inútil lamentarse por la leche derramada. Los periodistas, los profesores, los padres de los alumnos y la autoridad educativa. Por lo menos, que nos llevemos algo positivo después de hinchar una noticia hasta el extremo de merecer honores de telediario nacional. Que un consejo escolar, con el respaldo de los responsables competentes, refute de plano la acusación de la madre del pequeño supuestamente acosado es lo suficientemente categórico como para hacernos pensar por un momento que quizás las cosas no sean en realidad como aparentan. No hay que ir más allá de este escepticismo, para no caer, por la ley del péndulo, en otras sospechas igualmente sin fundamento probado, pero conviene quedarse a resguardo de un posible giro de los acontecimientos que el sábado se veían de una forma; el lunes, de otra; y el miércoles, ya del revés.

Acaso, si aprendiéramos a ser cautelosos y andarnos con pies de plomo, a dejar en suspenso los juicios hasta que se hayan examinado todas las pruebas habríamos ganado bastante para la próxima vez en que se nos presente un caso parecido. Porque se nos presentará.

La segunda gran lección tiene que ver con la categorización, ese enemigo endiablado que acecha al opinador –y ya todos los somos, porque la tecnología nos convierte (pervierte, más bien) en líderes de opinión aunque sea del grupo de mensajería de la familia– para establecer unas conclusiones categóricas a partir de un incidente particular del que ni sabemos todos los datos ni tenemos clara su evolución. Los antiguos lo decían de una manera poética realmente hermosa: una golondrina no hace verano. Pero aquí, a las primeras de cambio, nos da por arrancarlas hojas del calendario veamos pasar o no a una bandada de pájaros y sacar conclusiones apresuradas de un hecho que sólo da para explicarse a sí mismo.

Hemos construido un sistema tan perverso en sus mecanismos de acusación que la lógica prudencia que aconsejaría echar el freno antes de aventurar una opinión queda sospechosa de connivente con los comportamientos que se quieren censurar. La galvanización de la opinión pública es de tal intensidad que cualquier consideración que no se alinee incondicionalmente con la corriente mayoritaria corre el riesgo de ser tomada como una defensa de quienes la misma audiencia ha dado en dar como culpables aun antes de someterlos a un juicio con garantías.

Esto vale lo mismo para el acoso escolar que la violencia machista o cualquier controversia en que las opiniones formadas a priori tienen excesivo peso. Quizá así la próxima vez nos dé por buscar la verdad con un poco más de ahínco antes que prestarle atención simplemente a quien más grita.

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