Alberto García Reyes - LA ALBERCA

El champán de Rita

El comportamiento de Iglesias retrata a este tipo de sátrapas ataviados de demócratas

Alberto García Reyes
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La noche en que murió Franco, Felipe González estaba con un grupo de socialistas en un piso de Madrid. Cuando la noticia llegó a aquella reunión, uno de ellos quiso descorchar una botella de champán. Pero el de Bellavista lo frenó: «No seré yo quien brinde por la muerte de un español». Aquella izquierda que de verdad había sufrido la humillación de la dictadura y que en el exilio y la clandestinidad había acumulado motivos de sobra para justificar el odio, sabía distinguir la política de la humanidad. Eso era exactamente lo que la diferenciaba de los totalitarios: que no habían defendido sus ideas sólo por oposición a un sistema que vejaba a los españoles, sino por honradas convicciones y firmes valores.

Aquel PSOE aportó una renovación fundamental. Frente al uso de la política como arma contra la dignidad de las personas, el empleo de las ideas como única forma de rescate del respeto a los demás. Pero cuatro décadas después aquel gran patrimonio que nos legó el felipismo se ha podrido en el fango del odio.

La izquierda que ahora enarbola Pablo Iglesias, que nunca se ha tenido que esconder por pensar como piensa y que sólo se ha exiliado voluntariamente para ir a buscar dinero a paraísos comunistas en los que hay personas encarceladas por opinar distinto, está construida a partir de un resentimiento prefabricado, no vivido, que la desprovee de sensibilidad social. Iglesias se autoproclama salvador de la democracia española mientras lidera actuaciones que sólo pueden tener cabida en la mente de un sátrapa inhumano. Sólo un maleducado que alberga sentimientos innobles puede promover la ausencia de su partido del acto de respeto que el Congreso hizo en memoria de Rita Barberá cuando el cuerpo de la exalcaldesa de Valencia estaba todavía esperando al juez de guardia para ser trasladado a la morgue. Confundir en un momento así la discrepancia política o el reproche penal con la más mínima conducta humana es algo que le impedirá para los restos representar a nadie en ningún sitio con decencia. González tuvo la grandeza de respetar a un dictador en su mortaja. Iglesias no ha sabido comportarse como un hombre en las honras fúnebres de una política que ganó seis elecciones en su ciudad. Esa diferencia es la que radiografía la decadencia de España. Barberá podrá haber sido una persona con postulados rechazables, incluso con actuaciones condenables, algo que se le ha podido recriminar legítimamente y hasta la saciedad durante el ejercicio de sus cometidos públicos. Pero ausentarse de su minuto de silencio, estando ella de cuerpo presente a escasos metros del lugar, es un acto de reconocimiento de la crueldad despótica con que pretenden imponer su criterio estos desalmados. Pablo Iglesias se ha confesado públicamente. Ya todo el mundo sabe que es un bárbaro despiadado que le da bola a un condenado por terrorismo como Otegi mientras ultraja a una mujer que no llegó a ser juzgada y que fue votada durante 24 años por la mayoría de la gente, esa nebulosa a la que dice representar en exclusiva en el Congreso un grosero que sólo anhela beberse el champán que rechazó la izquierda digna.

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