EL RECUADRO

Trabajar en Cádiz

Hay que tener un gran desconocimiento de Cádiz para decir que allí no se trabaja. No hay donde trabajar, que es distinto

La chirigota del Selu, en su participación este año en el concurso de agrupaciones carnavaleras EFE
Antonio Burgos

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No le arriendo las ganancias al empresario cordobés don Miguel Ángel Tamarit, presidente de la Asociación de Empresas Fabricantes y Servicios de Córdoba (Asfaco) y dueño del grupo aeronáutico Faasa, quien sin encomendarse al dios Momo ni al diablo que carga las letras de Carnaval, comentando la EPA, que sitúa a Cádiz como la provincia con mayor tasa de desempleo de España, ha dicho que es lógico que la Cuna de la Libertad ande con el farolillo rojo del empleo o en la Championlí del paro. Y ha largado este buen señor, y se ha quedado vaheando: «Cádiz es complicada para invertir. Son muy graciosos con sus carnavales, pero es que allí no se trabaja». Como digo, no le arriendo las ganancias de lo que a partir de mañana lunes, en Cuartos de Final, Semifinales y Final del concurso de Carnaval pueden largar de Tamarit las agrupaciones en sus tangos, pasodobles y cuplés. Le va a quitar el sitio a Puigdemont, que tampoco ha salido mal despachado en las coplas del Teatro Falla. Y tampoco le arriendo las ganancias a Tamarit en los papeles que ya andan sacando los periodistas de investigación, referentes a asuntos no precisamente de «salada claridad», sino de todo lo contrario, en algunos de sus negocios.

Hay que tener un gran desprecio y desconocimiento de Cádiz para decir que allí no se trabaja. No hay donde trabajar, que es distinto. Ninguna ciudad como Cádiz sufrió los devastadores efectos de la reconversión naval. Al derribo de las instalaciones del Astillero le llamaron en Cádiz durante mucho tiempo «los terrenos ociosos». Todo un símbolo: en Cádiz estaban en el paro, ociosos, hasta los solares de la industria desaparecida. Por no hablar del cierre de Tabacalera, que llegó a emplear a miles de cigarreras en su fábrica de la calle Plocia, ahora reconvertida en Palacio de Congresos. Entre el prohibicionismo del tabaco y la crisis naval, fueron cayendo como fichas de dominó todas las industrias subsidiarias de estas grandes factorías, y mandando a los gaditanos al paro de tres en fondo. Lo que ocurre es que a pesar de todo, esa gracia de que el señor Tamarit acusa a los gaditanos ha sido la espita por la que se ha ido la violencia de la protesta. A cualquier otra ciudad le hacen lo que perpetraron contra la industria gaditana y arde por los cuatro costados, como cuando la triste explosión del 1947, días antes de que «Islero» matara a Manolete en Linares.

No quiero hablar de la cuna cordobesa del señor Tamarit pero desde luego que ha aprendido poco de su paisano Séneca: «En Córdoba tenemos fama de más seriedad, mas senequismo», ha dicho. Y más malage. No se pueden hacer gracietas sobre la tragedia social del paro gaditano, que hasta los muchachos que se fueron a trabajar a la industria cerámica de Castellón tuvieron que regresar tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria. Lo que hay que elogiar es que se tengan ganas de chirigoteos a pesar del triste panorama laboral. Y para decir estas cosas hay que tener además la gracia que le falta al señor Tamarit y que le chorreaba al cantaor Ignacio Espeleta (1871-1938), estrella del espectáculo «Las calles de Cádiz» que promocionó Sánchez Mejías, donde hacía de zapatero. Se presentó Ignacio una noche en el teatro con una papalina tan gorda que hasta había olvidado la letra de su cante por alegrías. Con todo el ingenio, sustituyó la olvidada letra por un «tirititrán, tran, tran» que desde entonces ha quedado de rubrica en el arranque de las alegrías. En «Teoría y juego del duende», García Lorca dice: «Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez: «¿Cómo no trabajas?»; y él, con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: «¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?» Óoole. Claro que para decir eso con tal arte hay que ser de Cádiz y llamarse Espeleta, y no un dudoso empresario cordobés que desprecia a la noble ciudad que me adoptó como hijo.

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