CARDO MÁXIMO

Refugiados

Todo empieza sembrando odios, escarbando en la tierra para que crezcan el encono, el enfrentamiento y la cólera

Una mujer en pleno temporal de Venezuela EFE
Javier Rubio

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Su historia y la de su marido es idéntica a la de miles de compatriotas que han huido de la represión, la miseria y el caos de Venezuela. Pero a diferencia de la que puede narrar el millón largo de venezolanos que han votado con los pies contra Maduro y sus narcosecuaces, esta historia la he oído de viva voz. Con una musicalidad en el acento que le pone almíbar a la situación desastrosa que les ha obligado a salir huyendo del país que los vio nacer, pero con el énfasis encorajinado de quien está decidido a empezar de nuevo desde cero al precio que sea: cortar los lazos familiares, abandonar el trabajo, desarraigarse de su comunidad, renunciar a su país con tal de ser fiel a sus principios y verdaderamente libre. De un día para otro, de la noche a la mañana, hoy allí y mañana acá. Refugiados. Con toda la incertidumbre del porvenir aguijoneándoles las entrañas, con toda la angustia por los familiares que dejan atrás mordiéndoles los talones, con toda la burocracia de la Administración española pesándoles sobre los hombros.

No pasa día sin que los periódicos traigan historias de refugiados venezolanos huyendo de un régimen envilecido: cada día, 4.000 venezolanos cruzan la frontera con Colombia y venden todo lo que tienen en Cúcuta con tal de seguir con vida. Un Estado fallido que deniega cartillas de racionamiento y medicinas primero a los que señala como opositores y finalmente a los que se atreven a rechistar su vesania, como ese coronel de la policía de 42 años que eligió huir con uno de sus hijos para negarse a ejecutar la orden de «suprimir» a un miembro de la oposición. Su historia y la de su marido impresionan, pero más sobrecoge la fe en la Providencia que los sostiene en un hostal sin poder trabajar ni recibir remuneración hasta que se resuelva su situación legal en España como solicitantes de asilo.

De seguido, surge en quienes escuchan su relato la cuestión más inquietante de todas: cómo es posible que un país rico, que nada en petróleo, llegue a esos extremos de necesidad. Todo empieza sembrando odios, escarbando en la tierra supurante de viejas afrentas que el tiempo se encargó de cicatrizar para que allí crezcan el enfrentamiento, el encono y la cólera. Unos contra otros, ya se inventará más tarde la justificación. Luego, al cabo de un par de décadas, aquellos odios arraigados dan frutos granados y todo el país se va por el sumidero mientras una camarilla se enriquece a costa de los demás. Y, de fondo, la pregunta turbadora por excelencia: ¿podría sucedernos a nosotros, aquí en España? El supuesto paraguas protector de Europa no fue suficiente en la antigua Yugoslavia. Quien siembra odio, recoge tempestades. Y contra esa sementera ponzoñosa no hay más refugio que la propia conciencia. Dios nos libre.

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