Javier Rubio - CARDO MÁXIMO

El matón de barrio

Milagro será que no vuelva a pasearse por la Sevilla de «Una columna de fuego» el Gran Inquisidor

JAVIER RUBIO

Ken Follett saca novela. Y en ella sale Sevilla. O eso nos han dicho. El escritor galés estuvo por aquí ambientándose en la Fábrica de Artillería donde se fundían los cañones de los navíos de línea que protegían las flotas de la Carrera de Indias. De momento, lo que conocemos es una entrevista con el autor en el que saca a pasear los lugares comunes de la Leyenda Negra, convenientemente actualizados: «España en el siglo XVI era el matón del barrio: grande y malo, un poco como EE UU en Vietnam». Con ese bagaje histórico mínimo para consumo masivo como anticipo, milagro será que no vuelva a pasearse por la Sevilla de «Una columna de fuego» –tal es el título– el Gran Inquisidor y que no huela a chamusquina en el quemadero del Prado de San Sebastián. Cualquier día, una película nos presentará a un fraile dominico bajo el estandarte de la Cruz Verde regodeándose del olor a carne quemada de hereje lo mismo que Robert Duvall en «Apocalypse now»: «Huele a napalm, huele a victoria».

¿Y qué se supone que debe hacer la administración de un imperio cuando las élites políticas se rebelan contra su poder? Y Felipe II «fue un tipo malo». Ya. Pero no por guerrear contra los enemigos, sino por desperdiciar «la oportunidad de industrializarse y convertirse en una gran nación comercial y manufacturera» y gastar el dinero «en cañones y navíos de guerra para combatir». Qué manido. Basta un puñadito de respuestas del escritor británico de éxito para que salgan a desfilar todos los argumentos contra la España imperial: la intolerancia religiosa, el declive económico, la Armada Invencible, Felipe II…

Hasta qué punto pervive la Leyenda Negra es algo en lo que no reparamos hasta que te das de bruces con libros como el de María Elvira Roca Barea, «Imperiofobia y leyenda negra», que cayó en mis manos este verano en el último minuto. No puedo decir que esté de acuerdo con todo lo que leí –de hecho, hay algunos pasajes muy controvertidos– pero sí con la honestidad intelectual de quien lo escribió sin esconderse y sin arrugarse ante la obsesiva corrección política que obliga a repensar aquella España con los criterios actuales. Hay algunos arriesgadísimos saltos en el vacío en los que resulta muy difícil coincidir punto por punto con la línea argumental de la profesora del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, pero aun así es más que valiosa su aportación para descarnar las razones que explican la hispanofobia entonces y, lo que es más curioso, su pervivencia hasta nuestros días.

No es casualidad que esta columna –de agua, en vez de fuego– se haya escrito desde Sevilla mientras en Barcelona, un millón de personas según los convocantes se ha manifestado para evidenciar que los mitos contra «el matón del barrio» siguen hoy vivitos y coleando.

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