CARDO MÁXIMO

Más niños

Antaño era la lucha de clases y cuando ese motor de la utopía marxista se gripó se ha pasado a la guerra de sexos

Julita Salmerón, el pasado sábado, en la gala de los Goya junto a su hijo, Gustavo Salmerón AFP PHOTO / GABRIEL BOUYS
Javier Rubio

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Siguiendo la gala de los Goya del sábado pasado, la única película que me entraron ganas de ver fue la que se llevó el premio al mejor documental, «Muchos hijos, un mono y un castillo». Su protagonista, la simpar Julita Salmerón, me pareció la persona más auténtica de cuantas subieron al escenario. Porque no se daba ninguna importancia o se daba tanta —a distancia es imposible calibrarlo— que no lo aparentaba. Había tantos encantados de conocerse y que se creían tan importantes, que todo sonaba a falso, a hojarasca desparramada que sólo suena cuando cruje bajo la suela del zapato. Estaban los que saludaban en la lengua de su terruño con la misma unción con que Armstrong pisó la Luna, con esa displicencia que nos condena a los que sólo usamos el castellano a no ser otra cosa más que españoles mientras ellos pueden elegir, qué majos. Y estaban los que te largaban el discursito de marras como si los que estábamos en casa aguantando el tostonazo tuviéramos en nuestra mano igualar el caché de las actrices protagonistas con el de sus «partenaires» masculinos.

Por eso, cuando aquella octogenaria dedicó su galardón a todas las madres —y a las que lo serán o a las que no pueden o no quieren serlo, con esa humildad de quien se da cuenta de que sus palabras pueden llegar a herir aun sin proponérselo—, sentí que su discurso era verdadero, sin palabritas para dar bien en la tele ni mensajes buscando repercusión inmediata en las redes: todo pose, todo cálculo, todo medida. Julita Salmerón es la medida de España. Sobre la espalda de las madres que sufrieron el horror de la guerra, la escasez de los años del hambre y las estrecheces de la inacabable posguerra se cimentó la prosperidad de la nación cuidando de la prole en el hogar y echando una mano con la economía doméstica. Abnegadas hasta la extenuación sin que nosotros, que gozamos de todas las comodidades de las que ellas se privaron, se lo hayamos agradecido bastante.

Pienso en mi propia casa y todavía está por llegar el día que escuche de labios de mi madre no ya un reproche sino un simple lamento por las oportunidades que dejó escapar para concedérnoslas a sus hijos. Y pienso en historias anónimas de amigas que han hecho una opción sacrificando sus carreras profesionales para educar a los niños: ¿verdad, Berta, verdad, Raquel? O de maridos que han recorrido el camino inverso, ¿verdad, Isabel?

Cada vez creo menos en las consignas. Antaño era la lucha de clases y cuando ese motor de la utopía marxista se gripó se ha pasado hogaño a la guerra de sexos. Más mujeres reclamaban en la gala cinematográfica. El mensaje de doña Julita reventaba ese eslogan oportunista, pintiparado para la India donde la desproporción entre sexos a causa de los abortos selectivos se calcula en 60 millones, cuando lo que España necesita es más niños.

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