LA TRIBU

El mar

Cerca del mar de su Huelva, se iba, lento y sereno naufragio, invocando el nombre de su Virgen del Rocío

Playa de El Portil, en Huelva ABC
Antonio García Barbeito

Esta funcionalidad es sólo para registrados

No hay nada como la sed para valorar el agua. Nada como el cansancio, para que la cama sea el único reino apetecido. Nada como un dolor, una fiebre, un malestar sin nombre, para que la salud, olvidada, sea la invocación más urgente. Y entonces, cuando nos vemos acorralados por algún problema, alguna carencia, recitamos aquel soneto: «…porque después de todo he comprobado / que no se goza bien de lo gozado / sino después de haberlo padecido…» La vida tiene que dolernos, para que la valoremos. No hay paladar, ni trago, ni estómago, más agradecido que el del hambriento que sorbe una sopa caliente.

Cuando a él le dolía la vida, cuando la vida, con todos los años que le había amontonado en su alma, tendía a la tarde, él buscaba el mar endecasílabo de Manuel Machado, el mar de aquel Ocaso que el enorme poeta sevillano encerró en catorce versos, y con una tristeza distinta —«es como la tristeza, pero tiene otro nombre», dijo una poeta—, se aferraba a aquel mar donde el sol entregó sus últimas brasas. Era para él una medicina, un bálsamo, un cielo líquido y echado, quizá de tanto imaginar en él a Dios, quizá de haberlo amado tanto desde la cercanía de su nacencia. Ya dije que lo recuerdo sentado frente al mar, ajeno a todo y a todos, recitando el soneto. Primero, descriptivo, hasta que llegaba al primer terceto y empezaba a pedir el mar para su «pobre cuerpo dolorido», para su «triste alma lacerada», para su «yerto corazón herido», para su «amarga vida fatigada…» Le dolía la vida, y yo no me daba cuenta, no podía imaginar que en aquella amabilidad, en aquella paciencia, en aquella palabra conciliadora, en aquella bondad que todo lo perdonaba, había un hombre —además de un viejísimo sacerdote— que se estaba quejando con palabras de otro, aquel hombre que, quizá sin saberlo y sin decirlo, también estaba recitando a Pemán en aquellos dos elevadísimos alejandrinos: «Estoy acompañado de tantas soledades, / que parece que canto con la voz de los otros.» No lo parecía, cantaba. Cantaba con la voz de Manuel Machado, y para alivio, como agua, como alimento, como hálito de vida, como salud, como salvación, pedía: «¡El mar amado, el mar apetecido…!» Cerca del mar ha sido su silenciosa agonía. El bueno de Antonio Bueno, cerca del mar de su Huelva, se iba, lento y sereno naufragio, invocando el nombre de su Virgen del Rocío y el de sus cercanos, siempre Bonares en la memoria, sabedor de que se acercaba la hora eterna. No, no nombró el mar. El mar, salud de su memoria, le iba ya por dentro, mientras él, yéndose, obedecía al soneto: «… el mar, el mar y no pensar en nada!»

antoniogbarbeito@gmail.com

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación