Manuel Contreras - PUNTADAS SIN HILO

Gregorio, de papa a Tenorio

En un país en el que los políticos se atornillan al asiento cuando los cogene ne un renuncio, la «espantá» del líder palmariano concita cierta ternura

Manuel Contreras
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¡AY, Gregorio, qué poco te duró la vocación cuando entre las cúpulas de tu vaticanito palmariano se adivinaron otras curvas más terrenales!¡Qué pronto flaquearon tus convicciones místicas ante la certeza accesible de la carne mortal! Ha dicho el «papa» del Palmar de Troya que abandona, que tira la toalla porque ha perdido la fe, aunque comentan por la pedanía utrerana que no es una cuestión de vocación, sino más bien de seducción. Por lo visto Gregorio XVIII, el sucesor en el mitrado palmariano de Clemente y Manolo, los pillos que levantaron el tinglado eclesiástico, no solo veneraba a san Francisco Franco, san Adolfo Hitler y el resto de los integrantes del santuario local, sino también a una dama de Monachil que sedujo al pontífice, y se supone que no precisamente con argumentos teológicos.

Parece que le pudo más el rol de Tenorio que el de Gregorio, de forma que el «papa» palmariano se fue a por tabaco dejando una nota sobre la mesa del salón.

Cuentan que Gregorio era un tipo muy sieso, estricto con la vestimenta y hábitos de vida. Exmilitar de profesión y de reconocidas ideas carlistas, el hombre parecía vivir en otro siglo, regido por unos códigos de conducta decimonónicos que molestaron incluso a los discípulos de su orden de los carmelitas de la Santa Faz, que no deben ser de Podemos precisamente. Gregorio pregonaría castidad y virtud mientras blandía el báculo pastoral, pero cuando a él se le cruzó una gachí se le trabó el discurso y mandó a paseo a la Santa Faz, a san Adolfo, a san Franco y a todas las monsergas con las que la iglesia palmariana ha estado estafando incautos durante medio siglo.

Pero, ay, no seré yo quien condene a este «papa» lascivo y tramposón. A Gregorio le entró la calentura y por lo menos el hombre fue coherente: cuando la vida le puso ante sus propias contradicciones, rehuso a seguir con el cuento, pergeñó unas excusas, escribió una carta de despedida y tomó las de Villadiego. En un país en el que los políticos se atornillan al sillón cuando le pillan en un renuncio, la espantá de Gregorio concita al menos una cierta ternura. Al hombre le ha faltado tiempo para desprenderse de su mitra, de sus oropeles, de sus ritos arcaicos, de su plantilla de videntes y de su cohorte de aduladores y poner tierra de por medio. Si en vez de dirigente de una secta lo fuese de un partido político, Gregorio XVIII hubiese negado los hechos y denunciado una conspiración contra él. Y cuando la evidencia le acorralase, hubiera convocado un concilio palmariano para intentar cambiar las normas e introducir la figura de la papisa consorte en el organigrama de la orden. Pero el pobre Gregorio, abstraído por una fe falsa y un amor cierto, no ha sabido manejar ni el primer paso del manual andaluz para salir de un atolladero: echarle las culpas a Rajoy. Así les va en el Palmar.

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