LA TRIBU

Gente de la sierra

Por ellos me duele la sierra, y por ellos sé el dolor que tienen ahora con la sequía

Antonio García Barbeito

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Hace ahora cuarenta años que me metí de verdad en la Sierra de Huelva. Hasta entonces, esta comarca había venido a mí, en el cariño de mi padre, en forma de nueces, castañas y alguna chacina, cuando él puso en Aracena un puesto de aceitunas de molino y para su ayuda buscó a un muchacho con la fuerza de siete caballos; un muchacho moreno, fuerte, alegre, con ojos de pícaro y corazón de miel, voz ronca y unas manos que disfrutaban dando, dándose: José Tachín. Mi padre paraba en una pensión, una casa que llevaba una señora llamada Mari Paz. Sin conocerlos, ni a Tachín ni a Mari Paz, yo los quería por saberlos muy cercanos a mi padre, tan buenos con él. A Mari Paz no la conocí nunca, pero con Tachín, desde que lo conocí en Gines cuando vino a vernos, hubo siempre una relación de familia. La Sierra de Huelva eran para mí aquellos nombres que mi padre, a modo de letanía afectiva y de admiración, contaba de Aracena: los mencionados Mari Paz y Tachín, el camarero del bar donde tomaba café, un guardia civil que conoció en el casino… Y los asombros urbanos, la plaza, el casino de sociedad, la Gruta de las Maravillas, el cerro del castillo…

Pero la sierra se me metió de verdad cuando llegué a Cortegana de la mano de un nativo, mi amigo Manuel Romero, Carreta. Allá arriba, qué imponente, el castillo; y abajo, la gente, la gente que empezó a ganarme. Fue pasar a otro mundo, meterme en otro paisaje, convivir con otro acento, ir haciéndome a la forma de ser —y de entregarse— de una gente a la que acababa de conocer. No cabría aquí la nómina de amigos que encontré allí y que allí mantengo. Y de Cortegana, a conocer secretos blancos que cuasi había que montear para encontrarlos, Alájar, Linares de la Sierra, Fuenteheridos, Los Marines. Y al otro lado, la majestuosidad de Aroche. Y como un zamarreón de fandangos y Cruces, tonadas únicas y adormiladas, belleza de adornos y siglos subidos al cerro de la mezquita, el pueblo al que más dentro he llegado hurgando con los dedos sonoros de la copla: Almonaster la Real, la belleza dentro de un octosílabo, la devoción asentada junto a dos ríos, el misterio suspendido en el aire y otro puñado de gente —¡y qué gente…!— que, como algunos amigos corteganeros, no dejan de abrirme camino para que no deje de ir. Por ellos me duele la sierra, y por ellos sé el dolor que tienen ahora con la sequía. Un grito de pena, casi sin fuerzas, me mandan: «Se están secando los eucaliptos, ¡las jaras, las zarzas…! Da pena el castañar, no nacerán las tanas…» Mis amigos, mi gente de la Cortegana, de Almonaster… ¡cuánto me doléis, cuánto me duele esa tierra…!

antoniogbarbeito@gmail.com

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