El francotirador

Es el especialista sevillano más peligroso porque siempre dispara sin ser visto, sin jugarse nada

Sevillanos agolpados para ver una procesión de Semana Santa ABC
Alberto García Reyes

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En Sevilla hay dos gremios principales: el de navajeros y el de francotiradores. De los especialistas en puñaladas traperas ya se ha escrito mucho. Se sabe que son muy versados en el arte del cambio de camisa por media «tostá», bifrontes que a la cara te dan ojana sin límites y por la nuca te visten de bonito. Estas personas son expertas en el abrazo homicida o en el beso de Judas. Mientras te camelan con el cariño, te atraviesan una hoja de acero en las costillas que te deja frito. Están por todas partes: en las tabernas, en las empresas, en misa, en las cofradías, en el supermercado, en los pasillos de los teatros... Y entre ellas hay distintas categorías, de las cuales la más peligrosa es la que suele cerrar las conversaciones. Yo denomino a esa gente «puntilleros de mostrador». Se distinguen fácilmente. Alrededor de una concha de altramuces, el primer navajero saca el nombre de uno como quien no quiere la cosa: «Vaya tela lo de fulano, ¿no?». Le secunda inmediatamente el siguiente en el escalafón de la puñalada: «Esto se veía venir, lo sabía toda Sevilla». El tercero sigue cargando la suerte: «Es que no se puede vivir de esa manera. Si yo os contara... Lo que pasa es que soy muy discreto y prefiero no hablar». Y en ese momento interviene el puntillero con el puyazo letal: «A mí en el fondo me da pena, fíjate lo que te digo, porque yo creo que no es mala persona». En esta ciudad, esa falsa conmiseración que sólo busca lavarse la conciencia es el leñazo más dañino. Pero de este gremio es posible defenderse porque la identificación de sus miembros es relativamente sencilla. Basta con cambiarse de reunión y observar cómo siempre ponen verde al que no está.

El realmente mortífero es el francotirador. Y, sin embargo, tiene mucha menos literatura. El francotirador sevillano es callado, discreto y extremadamente cobarde. Deja siempre que hablen otros, se escabulle de la polémica amparándose en su silencio, jamás se moja, vive de perfil. Pero su mediocridad le va acumulando lentamente un sedimento de envidia mala que se lo va comiendo por dentro. El francotirador sueña con ser como ése al que no alcanza. Y su obsesión se va haciendo tan gigante que ya no le cabe dentro, de manera que el envidiado se convierte en su objetivo perverso. A partir de ese momento se le acerca respetuosamente, lo vigila. Duerme siempre con un ojo abierto para controlar todos los movimientos de su presa. Y el día que ésta se expone a los demás en algún acto público, monta su rifle con silenciador y su lente telescópica y espera su momento escondido detrás de una mata. Si el envidiado no está a la altura, aprieta el gatillo. Si triunfa, desmonta su escopeta y se marcha sin hacer ruido. Incluso se acerca para felicitarle por su éxito. Ya habrá otra oportunidad.

A diferencia del navajero, que guarda siempre las formas para que parezca que la navaja ha entrado sola por el costado del contrario, el francotirador aspira a poder presumir de la pieza que se ha cobrado. Ambiciona decir en los bares: «A fulano me lo cargué yo». Pero lo dirá siempre con la pena de que a él no habrán querido cargárselo nunca. Porque no es nadie.

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