CARDO MÁXIMO

La epidemia silenciosa

Más que la penuria económica, lo que empuja a quien está dispuesto a acortar su vida es la soledad

«La muerte de Sócrates», pintura que retrata uno de los mayores suicidios de la historia ABC
Javier Rubio

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Los suicidas mueren dos veces. La primera vez, de forma física: irreversible, inapelable, inalterable. La segunda, más sutil y por ello más cruel, en el estigma que acompaña la libérrima acción con la que deciden despedirse del mundo. Nadie sale a la calle detrás de una pancarta ni ningún director general de la cosa pública tiene que dar explicaciones de ninguna estadística ni los telediarios llevan el recuento macabro de las víctimas. Nada. Silencio. A lo más, rabia contenida de la familia y perplejidad de sus círculos íntimos suspendidos de una pregunta de muy difícil respuesta: por qué. Se trata de una epidemia silenciosa cuyos datos ponía de manifiesto ayer en un documentado reportaje la compañera María Jesús Pereira.

De ahí se podían extraer algunas conclusiones evidentes. La primera y principal, que la sociedad no dispone de una estrategia de prevención, que sólo ahora empieza a abrirse paso en la agenda política de la Administración pública competente, en este caso el Servicio Andaluz de Salud. Pero poco más. Empezando por la propia etiología del suicidio, en muchos casos tan desconocida como la propia acción de quien decide quitarse la vida. Y luego están los prejuicios, las suposiciones y las leyendas urbanas —muchas de ellas disparatadas— que entretejen el velo tupido bajo el que ocultamos la incómoda realidad de esta sangría.

La cuestión es especialmente dolorosa cuando la decisión de anticipar el final natural de la existencia la toman personas jóvenes con la vida por delante. Entonces, al asombro que nos causa una acción de este tipo añadimos la contrariedad por la vida nueva truncada antes incluso de dar fruto. Y se acabó. Las razones de los suicidas son tan personales —diríase que casi intransferibles— que nadie puede usarlas como bandera de nada ni airearlas contra nadie salvo contadas excepciones.

Más que la penuria económica, lo que empuja a quien está dispuesto a acortar su vida es la soledad. La familia y las creencias religiosas —vaya, algo bueno tenía el sacrosanto respeto al propio cuerpo como templo del Espíritu Santo— actúan como freno en muchos casos, como el contrapeso que equilibra la balanza en que se pondera la propia vida.

Lo primero que necesitamos es estudiar a fondo las causas y todo lo relativo al suicidio para establecer unas pautas que ayuden a nuestros conciudadanos a desechar esa idea que sólo añade sufrimiento, dolor y frustración a las personas a las que, en teoría, quieren proteger con su desesperada acción. Contra todo eso estamos desarmados, desmovilizados y desorientados. Ojalá haya llegado definitivamente la hora de poner fin a tan dramática situación en torno a esta epidemia silenciosa.

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