EL RECUADRO

Elogio de la rebaná

Lo que nos decían a los chiquillos era: «¿A ti qué te gusta más, el pan frito o la rebaná?»

El desayuno en la calle es todo un arte ABC
Antonio Burgos

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Hacía ya tiempo que no le dedicaba el artículo a materia bien grata para este escribiente: las palabras sevillanas clásicas en trance de pérdida, sobre las que sostengo que, al igual que los edificios a punto de ruina, hay que restaurarlas y rehabilitarlas de la mejor manera: volviendo a usarlas. Ya saben mi tesis: el habla sevillana, la riquísima habla sevillana, quintaesencia del andaluz, molde del español que pasó a América con el Descubrimiento y Conquista, es un monumento (Bien de Interés Cultural que le llaman ahora), pero no de piedra ni adobe.

—¿En adobo entonces?

Menos cachondeíto, por favor, que estamos hablando de un asunto tan serio como el habla sevillana, monumento vivo que hay que conservar y mantener. Y que hoy vuelve a este rincón gracias a otro monumento sevillano vivo: el arte de desayunar en la calle. Sí, el virtuosismo del sevillano desayunando en la calle es un arte. Será orgullo local o incluso ombliguismo hispalense si quieren, pero creo que no hay en España otra ciudad donde tantos desayunen en la calle y creen en las barras y mesas de los bares, además, un arte culinario tan refinado, rico y variado para los empapantes del café. Si en Málaga hay decenas de nombres y formas de servir el café, y el sevillano se hace allí un lío cuando quiere pedir un cortado, en nuestra tierra hay decenas de sólidos bien nutricios para matar el gusanillo del hambre mañanera y para enhebrar con el desayuno los estómagos ahilados. Variedades que ya hemos reseñado aquí, y que van de la manteca colorá con o sin tropezones a la pringá o al glorioso mollete de Antequera con aceite.

Descubrí la otra mañana un empapante clásico del desayuno sevillano que, como el tanguillo gaditano en el pasodoble de mi compadre Antonio Martín, «se está perdiendo y es una pena». Ocurrió el lance en lo que llaman «un desayuno de trabajo». Quedé con mi amigo en un templo del buen desayunar, en Bami, barriada que debería llamarse «Entrehospitales», como la otra se llama «Entrenúcleos». Ese templo es El Cañizo. Está en la calle Rafael Salgado y en más de una ocasión ha sido recomendado por la revista «Gurmé» de ABC. Pedimos mi amigo y yo los respectivos desayunos, cada uno con su estricta observancia del café y de la tostada según gustos, cuando Manuel el camarero se acercó a la mesa con un bien oloroso, crujiente y calentito plato de pan frito, obsequio delicado de la casa. Vamos, de lo que por ahí arriba, como no tienen paladar, les llaman «picatostes». Y al verlo, recordando desayunos en Portaceli después de comulgar en la misa diaria, díjele a Manuel:

—¡Qué de tiempo hacía que no veía yo unas rebanás!

Y la Real Academia de la Calle de Sevilla, por boca de Manuel, el eficientísimo camarero de El Cañizo, limpió, fijó y dio esplendor a la vieja palabra, diciéndome:

—Ese es su nombre. Eso le hemos dicho siempre aquí: ni pan frito, ni picatostes ni nada. La palabra es la que usted ha dicho: «rebaná».

¡Y anda que no estaban buenas las rebanás! Si me apuran, les faltaba la leche, para que añorase las que nos hacía mi madre. Las mojaba en leche antes de freírlas, quizá para quitar la dureza al pan atrasado que estaba aprovechando en la sevillana cocina del subdesarrollo. Y en la vieja complicidad de recuerdos sevillanos, le pregunté a Manuel:

—¿Y cómo era aquello de la rebaná que nos preguntaban a los niños para enrabietarnos, como el cuento de la buena pipa?

—Lo que nos decían a los chiquillos era: «¿A ti qué te gusta más, el pan frito o la rebaná?».

En el cuento de la buena pipa de las palabras y usos sevillanos que se están perdiendo y hay que rescatar, a mí me gustan más las rebanás. Sobre todo si están bañadas en leche antes de freír, que entonces son como primas hermanas por lo civil de las sagradas torrijas cuaresmales. Parentesco que se acentúa si se les espurrea a las rebanás bañadas en leche un poquito de azúcar por lo alto...

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