LA TRIBU

Dios en El Duque

No sé por qué la megafonía nunca dijo aquel verano: «Dios le espera en la puerta de salida al Duque…»

ROCÍO RUZ
Antonio García Barbeito

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POR el Molino de Gines aparecía de vez en cuando un hombre muy alto, educado, bien vestido, con una cartera de asa y una paciencia infinita, tanto si había que convencer a un posible cliente como si había que darle plazos a una deuda. Se llamaba Manuel Cid y representaba a la sastrería Molina, en la calle Feria, y convenció a mi padre para hacernos, a medida, un traje a mi hermano José y otro a mí. Dos trajes de tela príncipe de Gales que hicieron las delicias de nuestra edad -veinte y diecisiete años- y de quienes, fuera del Molino, nos veían arreglados: «Mogeda, he visto a tus hijos, trajeados, qué elegantes…» Nos sentíamos como el niño de Juan Ramón, aunque sin telas ridículas, todo lo contrario, pero nos metíamos dentro de aquel traje y nos sentíamos niños ricos.

Manuel siguió yendo por el Molino, ya más por ver si le cobraba a Julio el de la Reina el último traje o una pelliza preciosa de tela gris, de espiga, que para convencer a posibles clientes, porque los jóvenes, con infinita impaciencia, habíamos descubierto en Sevilla, en la Plaza del Duque, un sitio donde vendían cientos de trajes, de todas las tallas, de todos los modelos, de todos los colores, de calidad y a mejor precio que los trajes hechos a medida. Los jóvenes sabíamos que ir allí a comprar algo era volver con ese algo en una bolsa. El Corte Inglés se instaló como la gran tienda de Sevilla, como un país resumido en cinco plantas donde podías comprar, comer, oír música, leer libros, pedir consejos para un regalo, probarte lo que quisieras, disfrutar de la tardía atracción de las escaleras mecánicas y, además, cuando llegó el verano sevillano, algo que resultó la gloria invisible: el aire acondicionado. La gran triunfal sección de El Corte Inglés estaba en todas partes, aéreo oasis… Ibas por la Sevilla de julio, desesperado, sudando como un búcaro nuevo, y entrabas a la tienda por la Plaza del Duque y te recibía Dios en forma de abrazo de aire fresco, como si te esperara al otro lado del infierno para ofrecerte su gloria. La camisa más deseada que nos ofrecía El Corte Inglés no estaba colgada en ninguna percha, ni envuelta en ningún celofán; te esperaba, sueño de fantasma, en cuanto pasabas aquella invertida guillotina de aire que impedía que el calor entrara y el frío saliera. Y te vestías de gloria. Nadie te obligaba a consumir, y si te tomabas una cerveza con tapa de ensaladilla, la pagabas gustosamente más cara que en la calle, porque había una segunda tapa, gratis: el aire acondicionado. No sé por qué la megafonía nunca dijo aquel verano: «Dios le espera en la puerta de salida al Duque…»

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