LA ALBERCA

Diez para Asenjo

Dios nos vierte a manos llenas su bendición a través de un arzobispo bueno

Juan José Asenjo RAÚL DOBLADO
Alberto García Reyes

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Desde Madrid, allá en el destierro de su propia memoria, Montesinos escribió una Sevilla que sólo se ve cerrando los ojos. Porque el poeta no es quien escribe palabras inaccesibles para los demás. El arte nunca es virtuoso aunque necesite de forma imprescindible la técnica. El poeta es quien consigue que todos los demás vean lo que, hasta el momento exacto del verso, sólo había visto él. Y eso no depende nunca de las formas. La poesía verdadera no tiene una medida concreta para lo culto y otra para lo popular porque no está en la superficie, sino en el fondo. Y para esa pesca, utiliza el anzuelo que necesita en cada circunstancia. Por eso Montesinos recoge siempre el hilo de la ciudad desde lo más hondo. Y remata así uno de los sonetos de «El tiempo en nuestros brazos», una pequeña joya con la que ganó el Premio de Poesía Ciudad de Sevilla en 1957: «Mientras la leve vida se va yendo / día tras día mi esperar apuro, / que a esperanza diaria estoy saliendo. / A ver quién sale a más, terco el empeño / de soñar, esperando un fin seguro, / por si Dios quiere eternizar el sueño».

Dios ha eternizado el sueño de Sevilla en quienes han sabido encontrar sus profundidades desde la virginidad de la lejanía. Los ojos limpios de quienes han tenido que mirarla desde el exilio y de quienes la han contemplado de cerca con pupilas forasteras son los más certeros en la definición de la indudable poética que tiene la ciudad. Porque dentro de la cueva no se ve nada. La costumbre distorsiona. Trivializa. Sólo quienes miran con pureza ven lo que hay detrás de las fachadas. Sólo esos pueden salir a esperanza diaria en este lugar tan intrincado. Y uno de esos elegidos es monseñor Juan José Asenjo. Como Montesinos, el arzobispo se ha empeñado en soñar una ciudad que, a fuerza de apretar los párpados, cada vez es más real. Asenjo fue recibido hace una década con la hoja fría de la soberbia sevillana. Y desde el principio tuvo la humildad de sufrir en silencio. Miró calladamente cada esquina para comprobar si Dios seguía ahí o había sido expulsado por la hipocresía. Y supo quitarse de la retina el cristal de su cultura castellana para cumplir con la primera regla de la misión evangelizadora: ser igual que aquel a quien le hablas para poder entenderlo y extender el perdón por sus recovecos más ocultos.

Hace diez cuaresmas que don Juan José Asenjo traza la cruz de ceniza en nuestras frentes. Y quizás aún no le hemos pedido perdón con la fuerza que nosotros nos merecemos. La altivez de Sevilla es tan orgullosa... Ay, si esta ciudad supiera apreciar su inmensa fortuna. Cito otra vez a Montesinos: «A lo mejor, quién sabe, Dios nos vierte / a manos llenas sueño, dicha y beso / para que no pensemos en la muerte». Dios nos vierte a manos llenas su bendición porque llegaremos a su muerte y a su Pascua de Resurrección en las manos de un hombre bueno que viene de otras formas, pero que tiene el mejor fondo. Nuestro ombliguismo tiende a pensar que quienes son enviados aquí son los bienaventurados, pero con Asenjo al frente de nuestra Iglesia los agraciados somos nosotros. Porque a través de ministros tan generosos, Dios nos eterniza el sueño.

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