CARDO MÁXIMO

Cabeza alta, moral baja

Aunque nunca hubiera salido a la luz, ese baldón pesaría sobre su conciencia

Cristina Cifuentes, meses antes de su dimisión MAYA BALANYA
Javier Rubio

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Cifuentes, la presidenta de la Comunidad de Madrid, se va «con la cabeza bien alta» en lógica correspondencia con la moral, que su caso deja por los suelos. Su padre se «sentiría orgulloso» de su comportamiento, según ha dicho en su última rueda de prensa. No hay por qué dudar de su palabra (apliquémosle el beneficio de la duda) porque no está bien inmiscuirse en las cuestiones familiares de los demás, pero a mí mi padre me hubiera pegado dos guantadas que me hubiera dejado mudo si llega a enterarse no de que había distraído —cómo ayudan los tecnicismos legales— dos botes de cuarenta euros en el supermercado, sino de que me había convertido en el azote de la corrupción de los demás. La palabra es sagrada. Y Cifuentes había empeñado la suya en luchar contra mangancias ajenas. Ay.

Tiene razón cuando dice que las dos cremas que aparecieron en su bolso no tienen la mayor trascendencia. En efecto. Son una niñería. Ella lo ha llamado «error involuntario» porque es difícil entender que alguien cometa una equivocación con pleno conocimiento e intención de cometerla, lo cual sólo se daría en el caso de que los botes accidentalmente hubieran acabado en el bolso de la señora diputada. Pero esa pamplina de cuarenta euros —de la que estarían llenas muchas de nuestras biografías— se convierte en un problemón cuando se está ejerciendo un cargo público.

Hace falta dar unos pasos atrás para alejarse y tomar distancia. La cuestión no es si a Cifuentes la extorsionaron, si la grabaron, si no destruyeron la cinta o si se ha cometido una ilegalidad con su publicación. Eso cae dentro del orden jurídico y los tribunales dirán la última palabra. La cuestión es moral. No puede ser otra cosa que moral. Cifuentes, cuando aceptó ser delegada del Gobierno en Madrid, cuando aceptó ir en las listas del PP al parlamento autonómico y cuando aceptó la investidura como presidenta sabía —salvo amnesia— que había cometido ese desliz impropio de alguien de su posición. Y que aunque nunca hubiera salido a la luz, aunque nadie se hubiera enterado jamás del bochornoso momento en que un guarda te pide que abras el bolso con los productos por los que no has querido pagar, ese baldón pesaría sobre su conciencia.

No se trata de exigirles a los políticos una trayectoria que difícilmente podríamos cumplir los demás salvo que queramos volver a instituir las ejecutorias de limpieza de sangre para acceder a los cargos públicos. No debe estar en este lado de la raya la exigencia de un mínimo de decencia sino en el lado de quienes aspiran a convertirse en servidores públicos. Es a solas ante el espejo donde los aspirantes a representarnos en la política tienen que examinarse en conciencia.

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