CARDO MÁXIMO

Amargo vacío

La hermandad encargó una película sobre la Amargura y les ha salido una cinta sobre el amargo vacío de Dios

Nazarenos de la Amargura, a su salida de San Juan de la Palma J. M. SERRANO
Javier Rubio

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Reconozco que aplaudí desganado, incluso molesto, cuando se hizo el fundido en negro con que acababa la filmación y comenzaban los títulos de crédito de «Amargura». Porque no tocaba ovacionar la película sino recogerse en un profundo, sentido y estremecedor silencio. Al fin y al cabo, uno no jalea los abismos que ha sorteado o los desiertos que ha atravesado sino que humildemente da las gracias por haber sobrevivido a la experiencia. En cierto sentido, el largometraje de Carlos Colón y Carlos Valera con la voz impagable de Antonio García Barbeito que se estrenó el martes en el Teatro Quintero (el añorado cine Pathé de nuestra adolescencia) es eso: un acantilado al que saltas y del que, al cabo de hora y media larga, sales indemne por mucho «Silencio blanco» atronador tan reconocible por el gran público aficionado de las florituras melódicas de Julio Vera.

Pero no va de eso la película. La hermandad encargó a Colón y Valera una producción sobre la Amargura y les ha salido una cinta sobre el amargo vacío de Dios, que no es lo mismo. Puede que a los amarguristas de pro, a los muy devotos de la Virgen y a los entusiastas de cierta sensiblería no les termine de gustar. Habrá quien se quede en la tecnología puntera con que se ha rodado, con la mudá de los «fantasmas» como nunca se ha visto o con los planos imposibles de una cámara subjetiva a la altura de las canillas de Herodes, pero nada de eso define la película. Lo que la caracteriza es el vacío existencial como una formidable catequesis en imágenes sobre el sinsentido de la vida si no la habita Dios. La advocación del Señor del Silencio en el Desprecio de Herodes da pie para una angustiosa –aunque incompleta, al menos en la parte que nos toca como españoles a pesar de los atentados de Madrid y Barcelona– disquisición sobre el mal y el pecado en el mundo que necesariamente remite al discurso de Benedicto XVI (el primer Papa alemán, él mismo enrolado a la fuerza en las Hitlerjugend) en Auschwitz-Birkenau: «¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?». El plano del paso dispuesto con todas las figuras secundarias mientras el Despreciado aguarda en el altar es el que da la medida de la cinta, más cristológica que mariana.

Vacío inaugurado en el kairós, el tiempo de Dios, en el que se hace un repaso de quienes —Dios los tenga en su gloria— ya estarán en la plenitud contemplando cara a cara su rostro. Incluso sin reconocer ninguno de los primeros planos en blanco y negro se hace imposible mirar la pantalla sin un nudo en la garganta, sin que azucen la memoria los versos de Ezequías que Barbeito hubiera declamado con hondura mística: «Levantan y enrollan mi vida como una tienda de pastores. Como un tejedor, devanaba yo mi vida y me cortan la trama». El amargo vacío de la muerte.

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