Yolanda Vallejo

La vanidad y la ignorancia

«Sin despreciar lo de la envidia, la vanidad va escalando puestos en esto de convertirse en el pecado patrio»

Crecimos convencidos de que el pecado más español era la envidia. Tal vez porque los de mi generación todavía nos creíamos lo de los siete pecados capitales y además, habíamos leído a Unamuno –no un resumen de ‘Abel Sánchez’ y otro de ‘San Manuel Bueno, mártir’, entiéndame– y sabíamos lo que significaba la «íntima gangrena española». También sabíamos lo de Borges «los españoles para decir que algo es bueno dicen: es envidiable», y no sólo eso, sino que teníamos otras referencias; Quevedo –tan español, por cierto– decía que la envidia «muerde y no come», y Cela escribió que por aquí se «arde en el fuego de la envidia». Sí, tenía razón Machado –tan español, por cierto–, España siempre fue «un trozo de planeta por donde cruza errante la sombre de Caín».

Sin embargo, mirado con distancia, había algo que no terminaba de encajar bien en esta epifanía de la envidia hispánica. Porque la envidia, por definición, deja al aire no solo un sentimiento de insatisfacción, sino un complejo de inferioridad grandísimo. Y lo de sentirse inferiores parece que no va con el carácter ultramontano de los españoles, que siempre nos hemos reconocido en el «non plus ultra», y en el –tan español, por cierto– Calderón y cierra España. Para tener envidia hay que hacer primero un ejercicio de autohumillación, de reconocimiento de nuestras miserias, algo así como yo envidio lo que tiene Fulanito, porque soy incapaz de tenerlo; y hacer eso, usted y yo lo sabemos, es harina de otro costal.

Porque sin despreciar lo de la envidia, la vanidad va escalando puestos en esto de convertirse en el pecado patrio. Ya lo dijo Al Pacino cuando fue el demonio en ‘Pactar con el diablo’ –película que, por salud moral, habría que ver al menos una vez en la vida–, el pecado favorito del maligno es la vanidad. Quizá porque todos, de una u otra manera, nos dejamos arrastrar por el alto concepto que tenemos de nosotros mismos, y por el afán excesivo de ser considerados y reconocidos por el resto de los mortales. Es algo inherente a la naturaleza humana, a esta naturaleza humana que nos ha tocado habitar, claro está. Por vanidad somos capaces de cualquier cosa, de plantar un árbol, de escribir un libro –o muchos– y de tener un hijo, que hasta en eso nos ha ganado la altanería, porque usted, igual que yo, conoce a muchos que se embarcaron en la aventura no para traer niños al mundo, sino simplemente para «ser» papá o mamá y proclamarlo a los cuatro vientos y a las cuatro redes sociales. En fin.

Como la vanidad se alimenta de la ignorancia, el sustento lo tiene asegurado. Porque el ignorante está lleno de certezas, sobre todo de certezas que lo reafirman en su vanidad; y rodeado de aduladores –envidiosos, todo hay que decirlo– que lo reafirman en sus certezas. Es lo que hay. La afectación, el engolamiento y el mirar por encima del hombro van en el paquete. Y estamos rodeados. De vanidosos, y de ignorantes.

Y a partir de ahí, empiece usted a atar cabos, o a hacer nudos, si lo prefiere. Eche un ratito en alguna red social, o escuche la radio, o lea las noticias. Los vanidosos son –somos, no vamos a quitarnos mérito a estas alturas– legión. La vanidad también se viste de muchos colores, como su hermana la envidia. Se viste de viaje exótico –o no tanto–, se viste de blanco para una fiesta ibicenca –o no tanto–, se viste de maravillosa felicidad –o no tanto–, se viste de intelectual –o no tanto–, se viste de carísimos vinos –o no tanto–, y utiliza los pronombres personales de primera persona con maestría, «yo, me, mí, conmigo». La vanidad nos obliga a bailar una coreografía de apariencias, de éxitos, de triunfos, de ‘likes’, de visitas a nuestros espejos virtuales, de aplausos y de emoticonos que guiñan ojos o tiran besos. La ignorancia es más osada, siempre lo fue. Pero cuando se juntan las dos, son invencibles, o insufribles.

La ignorancia firma informes que pagan los ayuntamientos y que solo sirven para engordar a algún vanidoso que ande suelto. La ignorancia comisaría exposiciones –no, no volveré a hablar de eso– que solo sirven para alimentar los egos de la vanidad más provinciana. La ignorancia legisla y establece normas que producen monstruos. La ignorancia lleva un megáfono y viaja en autobús. La ignorancia se sienta en los despachos oficiales y escribe los libros de historia. La ignorancia abre la veda de los despropósitos, y prohíbe, sobre todo prohíbe. La ignorancia nunca frecuenta las dudas y solo siembra cizaña. La ignorancia nos adaniza y nos arroja a la hoguera de las vanidades, con Savonarola incluido.

Es horrible, reconózcalo. Somos un país de vanidosos ignorantes. Le dimos la espalda a la envidia cuando nuestra ignorancia empezó a darle de comer a nuestra vanidad. Ahí nos perdimos. Los más ricos, los más guapos, los más jóvenes, los más deseados. Porque aquí lo triste es que hemos pasado de la ruindad de la envidia y el cainismo, al narcisismo más burdo y más hueco, sin transición; pero ya lo dice el refranero –tan español, por cierto– «más te vale ser envidiado que envidioso».

Y nos lo hemos tomado al pie de la letra.

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