OPINIÓN

A mí tampoco

No soy un producto del sistema heteropatriarcal, soy una mujer libre para decidir donde pongo los límites y para huir de los prejuicios

La actriz francesa Catherine Deneuve L. V.
Yolanda Vallejo

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Afortunadamente nunca fui víctima de ningún abuso sexual, ni siquiera recuerdo haberme sentido acosada por ningún hombre –ni por ninguna mujer, dicho sea de paso– hasta el punto de ver amenazado mi espacio vital. Nunca me sentí forzada a hacer ninguna cosa que yo no quisiera, ni tuve la sensación de que me estuviesen haciendo proposiciones deshonestas –dicho así, suena muy decimonónico, pero es que no encuentro mejor forma de decirlo–. Por eso estoy convencida de que cuando se produce alguna situación de las que antes he descrito, hay que pararla en seco. De palabra, de obra, de omisión, y no solo de pensamiento. Porque durante siglos, las mujeres hemos sido consideradas el sexo débil como contrapunto a un sexo fuerte, que disfrutaba –no es muy afortunado el término, lo sé– de todo tipo de derechos sobre nosotras. Cuesta mucho revertir esta situación y establecer un nuevo orden en las relaciones entre hombres y mujeres, sobre todo, porque la costumbre es la que hace la ley. Pero ahí vamos, tropezando, cayendo incluso en nuestras propias trampas.

Ese es uno de los riesgos a los que estamos expuestas, a caer en la tentación del efecto de Von Restorff, ya sabe, aquello del pulgar dolorido que tiene más posibilidades de ser recordado que el resto de de los dedos de la mano. Eso, y no otra cosa, es la campaña #Metoo, que aunque nació hace más de una década como forma de empoderar a jóvenes de color –a mí este eufemismo siempre me da qué pensar– que habían sufrido acoso sexual, ha sido relanzada desde la América más puritana y utilizada en más de una ocasión como ‘purga’ y como castigo más que como análisis. Porque en el mundo de lo políticamente correcto parece muy saludable ponerse de parte de las actrices de Hollywood que han denunciado acoso y derribo por parte de algunos miembros potentes del ‘star system’; y parece muy guay ponerse de parte de la todopoderosa Oprah Winfrey que, en la pasada gala de los Globos de Oro, hizo un discurso apasionado, combativo y directo contra «los hombres poderosos y brutales» que han dominado el mundo durante mucho tiempo, «time’s up» dijo ante el mundo. Y el mundo, como si fuera Amish, se escandalizó, asintió a cada una de sus palabras y lloró con ella su desgraciada experiencia. Y le hizo el juego al pacatismo yanki, victimizando a las mujeres en un espectáculo puritano digno de Melania Hamilton. Como si fuésemos niñas pequeñas a las que hubiese que proteger. Lo peor del machismo disfrazado de modernidad feminista y progre. Disfrazado de libertad.

Porque lo del #Metoo no es feminismo, cuidado. Juega con las mismas cartas del patriarcado, y eso no hay que olvidarlo nunca; la indefensa damisela sigue necesitando que la metan en el fanal de cristal aunque sea rodeada de escándalo. Pero además, añade un componente peligroso, el de la delación, que suena, además, a ajuste de cuentas y a caza de brujas. A manipulación.

Las mujeres, mire usted, no somos víctimas. Somos libres. Y el ejercicio de la libertad comporta riesgos y responsabilidades que hay que saber asumir y hay que saber gestionar con madurez. Eso es lo que deben saber las mujeres, gestionar su libertad; aprender a defenderse sin caer en la tentación de «chivarse» a mamá o a papá o al Estado. Pero claro, decir esto así, como yo se lo estoy diciendo, entraña sus peligros. Me pueden llamar cualquier cosa que acabe en ista –menos lista, por supuesto–. Y por eso nunca me he sentido tan francófila como ahora.

El manifiesto firmado por más de un centenar de artistas e intelectuales francesas ha querido poner un poco de cordura en el loco mundo de la postverdad. Llamar a las cosas por su nombre es el ejercicio más saludable que podemos practicar y defender que la seducción forma parte de la educación sentimental de las personas es tanto como dar las herramientas necesarias para luchar contra los abusos sexuales. «La violación es un crimen. Pero la seducción insistente o torpe no es un delito, ni la galantería una agresión machista» defiende el manifiesto. Es un entrenamiento para la vida. A veces se gana, a veces se pierde, y a veces se juega sin intención de ganar o de perder, solo por el placer de jugar. Todos somos libres para rechazar o para consentir. Es ahí donde radica la solución del problema. En saber manejar los tiempos, en saber interpretar los códigos, en saber que cuando una persona –sea hombre o mujer– se siente agredida, solo entonces, hay agresión.

Abnousse Shalmani, una de las firmantes francesas, decía que «el feminismo se ha convertido en un estalinismo con todo su arsenal», y todas las demás coinciden en señalar que lo del #Metoo no beneficia la emancipación de las mujeres, sino que está al servicio «de los intereses de los enemigos de la libertad sexual, igual que los extremistas religiosos».

Verá. A mí me gusta la galantería –estoy de un antiguo con el vocabulario, que ni yo me reconozco– y que me cedan el paso en los ascensores, y hasta que me digan piropos desde los andamios –cada vez hay menos andamios, por cierto–. No soy un producto del sistema heteropatriarcal, soy una mujer libre para decidir donde pongo los límites y para huir de los prejuicios.

Que para orgullo y prejuicios ya tenemos la moral victoriana.

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