Antonio Papell - Opinión

El riesgo de los referéndums

Los contextos, las condiciones de contorno, fueron mucho más decisivos que el asunto que realmente se dirimía

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Después del referéndum del ‘Brexit’ y del de la reforma constitucional en Italia, es imaginable que en el próximo futuro los políticos occidentales se tentarán la ropa antes de convocar un referéndum evitable. Lo cierto es que las dos consultas no son idénticas: en el referéndum británico, la ciudadanía se rebeló contra los grandes partidos, ya que tanto conservadores como laboristas habían apostado por la continuidad del país en la Unión Europea y tan solo una formación marginal, el UKIP, dominado por un demagogo de segunda fila, Nigel Farage, hizo verdadera campaña por el no. En el referéndum italiano, Matteo Renzi sobrevaloró su propias fuerzas y creyó que lo razonable de su propuesta -la modernización de una carta magna anacrónica y disfuncional- sería argumento suficiente para convencer a la mayoría de los italianos, a pesar de que las restantes fuerzas políticas se manifestaban en contra de la reforma constitucional.

En ambos casos, sin embargo, hay un elemento en común: a la hora de votar, los ciudadanos no estaban atentos a lo que se les preguntaba sino a quién lo hacía y por qué. Los contextos, las condiciones de contorno, fueron mucho más decisivos que el asunto que realmente se dirimía.

Encuestas posteriores al ‘Brexit’ han puesto de relieve que muchos electores ni siquiera sabían qué se les preguntaba en realidad. Al día siguiente, cuando el mal era ya irreparable, las búsquedas del concepto «Unión Europea» se multiplicaron sospechosamente en Google, lo que sin duda significaba que muchos votantes trataron de averiguar a posteriori la verdadera entidad de lo que habían decidido la víspera. El propio Farage reconoció paladinamente que algunos de los argumentos utilizados por él mismo en la campaña electoral para persuadir del no a los ciudadanos habían sido falacias de tomo y lomo. Y en el caso de Italia, numerosos testimonios publicados acreditan que muchos electores votaron a favor o en contra de Renzi, con independencia de la cuestión sobre la que el Estado les había interrogado.

Los politólogos han teorizado además sobre los requisitos de una consulta popular para que sea legítima y democrática. La condición principal es la simetría: no es lícito pedir a alguien que se pronuncie entre una opción determinada o el abismo, como hacen los dictadores. Además, tampoco es éticamente correcto plantear disyuntivas sin explicar con pormenor qué hay detrás de cada opción alternativa. Sea como sea, muchos amantes del parlamentarismo tenemos mal concepto de los referéndums, que son actos de democracia directa que por su propia definición vulneran los criterios de la democracia representativa, más depurada y refinada que aquella. No me resisto a reproducir unas declaraciones del historiador canadiense Michael Ignatieff a preguntas de Julián Casanova: «Soy un enérgico defensor de la democracia representativa y me opongo a los referendos. No se puede dejar el futuro de un país en manos de un referéndum. Debilita la democracia. La gente no está harta de elegir a políticos/élites sino a políticos irresponsables, que roban. El horizonte de la democracia está ahí, ahora, no en un supuesto futuro radiante al que hay que llegar».

En nuestro Parlamento, hay una formación, Unidos Podemos, que antepone la democracia directa a la democracia parlamentaria. Conviene que se sepa porque su hegemonía nos dejaría en manos de aventuras plebiscitarias, en las que tendrían un papel decisivo los ciudadanos airados, los ‘perdedores económicos de la globalización’, deseosos de arrasar el sistema sin ofrecer a cambio otra opción. Y no está mal que se conozcan estos extremos porque cualquier reforma constitucional podría dar lugar a un referéndum obligatorio si lo pide la décima parte de los miembros de cualquiera de las cámaras (art. 167.3 CE). Es razonable que valoremos de antemano los riesgos de nuestras propias acciones.

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