OPINIÓN

El respeto perdido

La crispación sembrada a golpe de megáfono ha echado raíces en el Salón de Plenos

La Voz de Cádiz

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Hay episodios desde siempre pero eran esporádidos, aislados en el tiempo. Sin embargo, durante el pasado mandato, entre 2011 y 2015, los exabruptos se convirtieron en norma. Desde las sillas de los asistentes y también desde la tribuna de los concejales. Los plenos se convirtieron, por sistema, en lugares de exhibición y desahogo, de protesta y movilización, en un escenario en el que lograr la resonancia que las urnas no habían otorgado. Desde entonces, el mayor peligro consiste en acostumbrarse, en dar por bueno, por inevitable, que los insultos y los excesos verbales sean parte de la vida política, del debate institucional que debe representar a todos.

El insulto y la desconsideración son el germen de la violencia, comen en la misma mesa. Los plenos municipales –o juntas celebradas ante el plenario y en el mismo salón– se han convertido casi sin pausa en un espectáculo difícil. La situación vivida ayer, sin pasar a formar parte del catálogo de los capítulos más lamentables e intolerables, supone una cronificación de ese estado de nervios colectivos en el que parece que los elegidos para gobernar no se deciden a hacerlo y los que han quedado en la oposición aún no aceptan su papel democrático. El alcalde de la ciudad, José María González Santos, fue ayer el objeto de las descalificaciones pero es preciso recordar que hay demasiados documentos en los que él aparece gritando barbaridades en público. El que siembra vientos recoge tempestades y esta levantera perpetua es la peor imagen de Cádiz al resto de España.

Ahora le resultará difícil denunciar y quejarse. Más allá de pedir reprobaciones o lamentarlas se echa de menos el ejemplo previo, le convendría al regidor admitir que ha caído demasiadas veces en ese error, con megáfono antes y micrófono después. A los miembros de la oposición, también, les honraría admitir que, por más veces que hayan sido insultados, devolver los ataques verbales supone la peor rendición. No hay mayor satisfacción moral para un oponente que imitarle, emularle. Lo que empezó como una medida popular en favor de la participación ciudadana ha terminado por ser un problema de orden público que se ha ido de las manos, con asistentes gritando directamente al alcalde sin el menor empacho. Los ediles se han contagiado de esa crispación en vez de difundir algo de serenidad a lo que siempre debe ser un respetuoso debate entre los ciudadanos.

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