HOJA ROJA

Quiñones, año 20

AFernando Quiñones le debo una, y bien gorda

Yolanda Vallejo

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AFernando Quiñones le debo una, y bien gorda. No, no crea que mi relación –muy breve, todo hay que decirlo– con él tuvo nada que ver con la literatura, ni con su obra, ni siquiera con esa manera suya, tan de Cádiz, de mirar a Cádiz. Fue mucho más pedestre. Mucho más casera, en cualquier caso; mucho más intensa. Una noche, hace más de veinticinco años, en un casino de la Bahía –no me malpiense, cenábamos después de la representación teatral de una de sus obras– Fernando Quiñones y yo fantaseamos largo y tendido con la coincidencia de apellidos entre su Legionaria y los hijos que yo todavía no tenía, pero intuía cercanos. Muertos de risa, nos prometimos que si me nacía una niña, la llamaríamos Hortensia, Hortensia Romero Vallejo; y la bautizaríamos en La Caleta. Lo preparamos todo al detalle, y todo era una fiesta, como lo era todo con Fernando.

Siempre que nos encontrábamos, con la excusa de «¿Cómo va Hortensia Romero Vallejo?», recordábamos el juramento caletero y siempre mantuvimos nuestra palabra.

Hasta que mi incipiente barriga de primeriza embarazada, en su investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Cádiz, dio al traste con la primera intentona de nuestro reto. «Se va a llamar Hortensia, ¿verdad?» y yo, que entonces no estaba contaminada de corrección política, ni de remilgos, le dije «Es un niño, no creo que funcione».

Fernando murió poco después, poquísimo, antes incluso de que naciera mi hijo y yo me olvidara de aquella fantasía literaria, o la arrinconara entre pañales y obligaciones. Nadie es perfecto. Y al poco, llegó mi hija. Y no me atreví a llamarla Hortensia. Y ahí fue donde rompí mi promesa. Ahí fue donde le negué deliberadamente a mi hija, el honor de haberse llamado como una de las grandes de la literatura española. Hortensia Romero Vallejo, La Legionaria.

No pocas veces me acordé de aquel bautizo que nunca existió cuando veía a mi niña corretear entre las piedras de La Caleta, con su cubito, buscando camarones en las pocetas; la podría haber llamado a gritos –muy caleteros, por cierto- «Horte, ven aquí». Le podría haber enseñado que las palabras más hermosas son bajamar y salitre; le podría haber contado siempre que su nombre procedía, no de una tradición familiar, sino directamente del Olimpo de las letras. Pero somos muy cobardes, o muy poco valientes y dejamos que el olvido se encargue de limpiar nuestras conciencias.

Porque, ahora que se cumplen veinte años –y no me venga con lo del tango– es cuando, por fin, hemos vuelto a recuperar a Fernando Quiñones. No crea que ha sido fácil. Puede preguntarle a Blanca Flores cuánto le costó arrancar con esa Ruta Quiñones que hoy nos parece tan cotidiana.

El trabajo llevado a cabo por la Asociación Amigos de Fernando Quiñones, silencioso en muchas ocasiones, pero constante e imprescindible siempre, ha sido decisivo, no solo para la recuperación del autor gaditano, sino para que su voz no se pierda en el desierto.

Para que no se apagara la luz que desprendía su risa. Para que no se olvidara que, además de un grandísimo escritor, fue un activista –recuerde que hace veinte años no existiría ni el término siquiera–, un agitador cultural y social de esta ciudad a la que amaba y reñía en la misma proporción.

Y ahora que se cumplen veinte años es cuando, por fin, la ciudad reconoce a Fernando Quiñones. Más allá de sus eternos paseos por Cádiz, más allá de sus desayunos en la plaza, más allá de su empeño protoecologista, más allá de las miles de anécdotas que todos –yo incluida– recordamos de la persona/personaje, más allá de sus brotes de lucidez en medio de la aridez de los periódicos, porque Fernando siempre es mucho más allá.

El año viene cargado de quiñonismo. De olor a freidores y a churros. De olor a hembra de la calle Plata. De olor a un costumbrismo que no se resigna a ser pintoresco, sino que es un estado de ánimo. El nuestro, con el que todos nos identificamos, de una u otra manera.

Y empieza bien. Desde el pasado jueves, la Biblioteca Municipal José Celestino Mutis, que se había convertido para Fernando en parada diaria y obligada en sus últimos años, expone sus obras más emblemáticas–donadas por él mismo-, junto a documentos curiosos, correspondencia y un retrato del autor. Buena manera de ir abriendo boca antes de que el próximo miércoles arranque el Congreso Internacional «Si yo les contara… 20 años sin Fernando Quiñones» que organizado por la UCA, estudiará en profundidad su obra y la herencia literaria que nos dejó, y será una manera de rendir homenaje académico a una de las figuras más emblemáticas de nuestra literatura contemporánea. El viernes, el baluarte del Orejón, se convertirá, para siempre en ‘Espacio Fernando Quiñones’, saldando así una deuda contraída por esta ciudad con el Quiñones más cultural, el creador de Alcances, por ejemplo. Y se abrirá con una magnífica exposición, organizada por el CAL, que además de un magnífico catálogo y y una hermosa antología de textos, recorre su vida y su obra, acercando su figura a los que no tuvieron la suerte de conocerlo. Para los que sí la tuvimos, está la Ruta. La VIII Ruta Quiñones, que el sábado que viene nos llevará tras los pasos de Fernando.

Ya ve, fui incapaz de mantener mi promesa, pero cada año cumplo la penitencia. Y que no nos falte.

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